jueves, 9 de mayo de 2013

Santiago Ramón y Cajal, el fotógrafo.



El 18 de julio de 1860, un niño de ocho años recién cumplidos, provisto de unos cristales ahumados que le ha preparado su padre, aguarda impaciente, desde lo alto de una pequeña colina, en compañía de otros curiosos y de Don Justo, su progenitor, que se produzca un fenómeno extraordinario que llevan días anunciando los periódicos: un eclipse solar.
El muchacho, preso de infantiles temores, se pregunta si la luna, victima de algún inexcusable error, terminará desviándose de la trayectoria prevista o si los científicos se habrán equivocado en sus cálculos.
Finalmente, el acontecimiento astronómico se produce y Santiago guardará en su memoria recuerdo indeleble de aquél fenómeno y de muchos otros que su espíritu inquieto y ávido de conocimiento va descubriendo a lo largo de su dilatada existencia.
En el año del eclipse, D. Justo Ramón Casasus toma posesión de su plaza de médico en Ayerbe. Su hijo, Santiago Ramón y Cajal, muestra especial sensibilidad para el dibujo y la pintura y una desmedida afición, propia de la edad, por las travesuras. La combinación de ambas cualidades le llevan a caricaturizar a su maestro que, disgustado, le encierra repetidamente en el llamado “cuarto oscuro”, una pequeña habitación ubicada en el edificio escolar.
Cumpliendo uno de esos castigos, Santiago descubre un fenómeno portentoso. Por una rendija de la desvencijada contraventana de madera se filtra un pequeño rayo de luz que proyecta sobre el techo de su mazmorra las sombras invertidas de las personas que pasean por la transitada plaza exterior.
El chiquillo se afana en ampliar el agujero y las sombras van tornándose borrosas; cuando reduce el diámetro de la abertura con trozos de papel, que pega con saliva en la madera, comprueba que las imágenes ganan en nitidez.
Años después dice que acababa de descubrir “la cámara obscura, mal llamada de Porta, toda vez que su verdadero descubridor fue Leonardo de Vinci”.
Cada vez que es enviado a su prisión piensa “¿qué me importa carecer de libertad?. Se me prohíbe corretear por la plaza, pero en compensación la plaza viene a visitarme. Todos estos fantasmas luminosos son fiel trasunto de la realidad y mejores que ella, porque son inofensivos. Desde mi calabozo asisto a los juegos de los chicos, sigo sus pendencias, sorprendo sus gestos, y gozo, en fin, lo mismo que si tomara parte en sus diversiones”.
Santiago comete la ingenuidad de informar a sus compañeros de tamaño descubrimiento, consiguiendo que se burlen de él porque, según le manifiestan, es algo natural. Ya en la madurez reflexiona sobre el gran número de hechos interesantes que dejaron de convertirse en descubrimientos fecundos, por haber creído sus primeros observadores que eran cosas naturales y corrientes, indignas de análisis y meditación.
Tres años después, estudiando en Huesca, descubre el fascinante mundo del color, la enorme diversidad de matices cromáticos que existen en la naturaleza: “el verde azul del olivo, el verde amarillo del boj, el verde gris de la encina y del pino y el verde negro del ciprés”.
Esta experiencia visual le lleva a confeccionar un grueso álbum en el que va reproduciendo los colores que es capaz de distinguir, asignándole un número a cada uno de ellos. Junto al color dibuja el objeto en el que predomina esa tonalidad. En definitiva, está desarrollando, sin saberlo, los trabajos que, sobre el color había realizado Michel Eugène Chevreul treinta años atrás.
Con dieciséis años, merced a la intermediación de un amigo, se interna en las bóvedas de la ruinosa Iglesia de Santa Teresa, en Huesca, donde un grupo de fotógrafos han instalado su laboratorio de revelado. “La revelación de la imagen latente, mediante el ácido pirogálico, causóme verdadera estupefacción”, relata años después D. Santiago.
El adolescente se siente conmovido cuando observa la milagrosa transformación que experimenta la amarilla película de bromuro argéntico hasta convertirse en un idílico bosque, del que quedan reflejadas hasta las más minúsculas hojas.
No comprende cómo es posible que aquellos fotógrafos se afanen en la tarea, carentes de toda curiosidad intelectual y científica. Para ellos, lo importante es “retratar mucho y cobrar más”.
Ya casado con Silveria Fañanás, cuando aún no ha cumplido los treinta años de edad, Santiago se embarca en la tarea de fabricar, para uso propio, las costosas placas ultrarrápidas al gelatino bromuro producidas por la casa Monckoven, desconocidas en España por aquél entonces. Consigue mejorar la fórmula y con las placas de producción propia fotografía un festejo taurino. Las imágenes, especialmente la de unas hermosas damas acomodadas en el palco presidencial, causan sensación en la sociedad zaragozana de la época.
Los fotógrafos de la capital aragonesa quieren adquirir su material y, de buenas a primeras, D. Santiago, con la inestimable colaboración de su esposa, se ve obligado a producir material en el granero del domicilio conyugal. Desgraciadamente para la industria fotográfica española, y afortunadamente para la humanidad, la actividad profesional y científica terminaron alejándole de esta experiencia.
No obstante, el mundo de la fotografía le expresará su reconocimiento nombrándole en 1900 Presidente Honorífico de la Real Sociedad Fotográfica de Madrid.

Santiago Ramón y Cajal mantiene intacta durante toda su existencia la pasión por la fotografía, cultivando sus diferentes facetas: fotografía antropológica, científica, el reportaje, el estudio, el bodegón, el paisaje, el desnudo …, llegando a publicar en 1912 un tratado titulado “La fotografía de los colores: bases científicas y reglas prácticas”.
Aprovecha sus repetidos viajes por el mundo para registrar con el objetivo las ciudades que visita y las gentes que las habitan.
Don Santiago divide la fotografía en dos categorías: la documental y la artística o de galería. De la primera dice que no debe admitir retoques aunque el fotógrafo entregue fotografías oscuras o durísimas, fruto de los caprichos de la luz natural. Con mucho más rigor juzga a los fotógrafos de estudio. Dice, refiriéndose a ellos: “Antaño, o no existía el retoque o se limitaba a suavizar cutis ásperos o manchados, atenuando piadosamente las arrugas, de otoñales o de los viejos verdes, sin menoscabo esencial de la anatomía. Pero el fotógrafo de hoy retoca furiosamente; resta muchos años de la edad a los modelos y procede, en fin, como los cirujanos llamados profesores de belleza. A ello obliga la mujer con sus audaces maquillajes, sus pintarrajeos de párpados, cejas y labios, y su manía de enrubiarse el cabello hasta el amarillo pajizo o rubio platinado”, opinión que hoy es compartida por muchos fotógrafos que reniegan de los abusos cometidos con photoshop.
Para Ramón y Cajal “la fotografía constituye ejercicio científico y artístico de primer orden. Por ella vivimos más, porque miramos más y mejor. Gracias a ella el registro fugitivo de nuestros recuerdos conviértese en copioso álbum de imágenes, donde cada hoja representa una página de nuestra existencia íntima y un placer estético redivivo”.
"Privilegio de la fotografía, como del arte, es inmortalizar las fugitivas concreciones vitales de la Naturaleza. Merced a aquélla, parecen resucitar generaciones extinguidas, seres sin historia que no dejaron la menor huella de su existencia. La Vida pasa, pero la imagen queda”.
Y es que para Don Santiago “el cultivo de la cámara obscura… fue en todo tiempo el descanso de mis fatigas, el olvido de pretericiones e injusticias y, en fin, el remedio soberano de dolencias físicas y morales”.

Bibliografía
Recuerdos de mi vida. Tomo I: Mi infancia y juventud. Santiago Ramón y Cajal. 1917.
Recuerdos de mi vida. Tomo II: Historia de mi labor científica. Santiago Ramón y Cajal. 1917.
El mundo visto a los ochenta años. Impresiones de un arteriosclerótico. Santiago Ramón y Cajal. 1934.

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