Ya desde los orígenes del cristianismo, los seguidores de Jesús son víctimas de persecución, primero por parte de los propios judíos, que consideran que el judaísmo nazareno se aparta de la Torá, en algunas cuestiones, y luego por las autoridades romanas.
Y es que el modo de vida cristiano, inspirado en valores tales como la fraternidad y la caridad, y en el reconocimiento de la existencia de un único Dios y de una nueva vida, más allá de la muerte, atrae a sectores sociales de toda condición, pero pone en cuestión los cimientos sobre los que se edifica el Imperio Romano.
Es Nerón quién inaugura el ciclo de persecuciones a los nazarenos, acusándoles de haber provocado el incendio de Roma.
Juliano el Apóstata, en la segunda mitad del siglo IV, es el último emperador que oprime a los cristianos, violentando el Edicto de Milán, promulgado por Constantino en el año 313, en virtud del cuál se establece la libertad religiosa en el seno del imperio.
A mediados del siglo III, existe una importante comunidad cristiana en la ciudad de Caesar Augusta, fundada aproximadamente en el año 14 antes de nuestra era por legionarios licenciados, que han luchado con Augusto en Hispania.
Cuenta la tradición que, siendo emperador Diocleciano, una joven princesa lusitana, llamada Engracia, parte de la ciudad de Bracara Augusta en dirección a la Galia Narbonense, donde va a contraer matrimonio con un notable del lugar.
Viajan con ella su tío Lupercio, una sirvienta y dieciséis caballeros que la escoltan.
Al llegar a Caesar Augusta, es informada de que algunos cristianos han sufrido martirio.
Indignada, comparece ante Publio Daciano, gobernador de la Hispania Citerior, para recriminarle su conducta.
Prendado de la belleza de la joven, trata de seducirla, pero al ser rechazado, descarga su ira contra los acompañantes de Engracia, que son azotados y decapitados.
Ante la perseverancia de la joven en su virginidad y en su fe, el dignatario romano decide someterla a terribles torturas.
Amarrada a una columna, es flagelada y atada posteriormente a un tiro de caballos, que la arrastra por las calles de la ciudad.
Seguidamente, es sujetada a una cruz en forma de aspa, siéndole rasgados los músculos con garras de acero y extraída una parte del hígado.
Tras amputarle un pecho, dejando visible el corazón, es abandonada en su celda, donde se le ulceran las heridas.
Finalmente, Daciano decide poner fin a la vida de Engracia, ordenando que se le perfore la cabeza con un clavo.
Pese a tamaña crueldad, los miembros de la comunidad cristiana se mantienen en la fe, por lo que el gobernador determina acabar con todos ellos.
Con el propósito de desenmascarar a los seguidores del Nazareno que moran en la localidad, maquina un malévolo plan.
Publica un pregón por toda la ciudad, reconociendo a los cristianos el derecho a profesar su religión, pero con la condición de que abandonen Caesar Augusta.
Entre tanto, los guardias romanos se ocultan en el extrarradio de la urbe.
Los cristianos salen por la puerta Cinegia, y en el lugar de la Plaza de España en el que hoy se levanta el monumento a los mártires de la religión y de la patria, son vilmente asesinados.
En memoria de todos ellos se erige en el siglo XV un templete con una cruz en el centro. El memorial desaparece durante la guerra de la Independencia.
Conocedor de que es costumbre de los cristianos recoger los restos de sus mártires, para darles honrosa sepultura, ordena Daciano que sean entregados al fuego, hasta convertirlos en cenizas.
Y para evitar que puedan recoger esos mínimos residuos, dispone que todos los presos comunes de la ciudad sean llevados a ese lugar. Allí les cortan la cabeza, se incineran sus cuerpos y se mezclan las cenizas con las de los mártires cristianos.
Pero ni aún así logra su propósito el gobernador.
Por voluntad divina, las cenizas de los delincuentes son arrastradas por el viento, mientras que las de los cristianos conforman una consistente masa, de una blancura inmaculada, que deja testimonio de la belleza de sus almas.
Los hermanos en la fe que sobreviven a la matanza, recogen los sagrados residuos, entre los que se encuentran gotas de sangre coagulada, y los ocultan extramuros, en el campo, en el mismo lugar en el que descansan los restos de Engracia y sus leales.
Cuando, finalmente, es instituida la libertad de culto, los creyentes construyen una capilla subterránea en el mismo sitio en el que fueron depositadas originariamente las reliquias.
A los hechos que acaban de relatarse, se refieren autores de diferentes épocas.
En un pasionario de principios del siglo VII, se habla de "los Innumerables Mártires de Zaragoza".
El jesuita Román de la Higuera, sin ningún tipo de pudor, se inventa a finales del siglo XVI unos supuestos documentos pretéritos, al amparo de los cuales construye un relato a su conveniencia.
Poco después, el canónigo de la catedral de El Salvador, Martín Carrillo, dejándose llevar por el amor a Zaragoza, su ciudad natal, elabora una narración sumamente elogiosa de nuestros mártires, pero carente de rigor.
El agustino Manuel Risco, acreditado cronista del siglo XVIII, trata de extraer del relato construido a lo largo de los siglos, aquellos datos que tienen fundamento histórico.
Es el poeta calagurritano Aurelio Clemente Prudencio, nacido en el año 348 y muy vinculado a la ciudad cesaraugustana, quien deja testimonio fidedigno de lo ocurrido.
Criado en una acomodada familia hispanoromana, seguidora de Cristo, Prudencio es considerado un destacado teólogo, filósofo, jurisconsulto, y uno de los más notables poetas de su centuria.
Ejerce como jurista y desempeña la prefectura en importantes ciudades, siendo llamado a la corte por el emperador Teodosio.
A los 57 años, inspirado por la gracia divina, retorna a Hispania, donde produce buena parte de su obra lírica, entre la que destaca el “Libro de las Coronas”, dedicado en su mayor parte a los hispanos que sufren la persecución y el martirio.
Publicado siglo y medio después de que se hayan producido los hechos que describe, las fuentes de Prudencio son las “Actas de los mártires” y la tradición oral.
En el himno IV, titulado “En honor de los 18 mártires de Zaragoza”, relata que los restos de todos ellos se guardan en un solo sepulcro, y que únicamente Cartago y Roma superan a Zaragoza, en cuanto al número de víctimas inmoladas por mantenerse leales a su fe.
Da testimonio igualmente de los tormentos infligidos a santa Engracia, a la que el verdugo le desgarra el costado, le lacera los miembros y le corta los pechos, dejando visibles los pulmones y el corazón, siéndole arrancada con unas tenazas parte del hígado.
Según el poeta, la santa sobrevive al martirio, viviendo el resto de sus días sumida en terribles dolores.
Hoy sabemos que estos hechos se producen en torno al año 257, gobernando Valeriano, y no Docleciano como recogen las fuentes antiguas.
Los dieciocho mártires de Zaragoza, probablemente miembros de la comunidad cristiana local, al igual que Engracia, son: Apodemo, Ceciliano, Evencio, Félix, Frontón, Julia, Lupercio, Marcial, Optato, Primitivo, Publio, Quintiliano, Suceso, Urbano, Casiano, Fausto, Januario y Matutino.
Los restos de los amigos y familiares de la santa, según Prudencio, son depositados en un mismo sepulcro.
En la actual plaza de Santa Engracia, en la ciudad de Zaragoza, se erige la Basílica menor del mismo nombre.
El espacio sobre el que hoy se levanta el templo, es lugar sagrado desde mediados del siglo III, por cuanto es en ese entorno donde se ocultan los restos de los mártires sacrificados en tiempos de Valeriano.
Los restos de la cimentación de un primitivo santuario, localizados e identificados recientemente por el equipo arqueológico del profesor Mostalac, corresponden al siglo IV.
Restos que pertenecen al mismo periodo que los dos sarcófagos paleocristianos procedentes de un cementerio cercano y que la base de hormigón romano sobre la que reposa un baptisterio de época medieval.
Hoy sabemos que es de esa centuria un conjunto paleocristiano, que se integra en un espacio delimitado por la actual plaza de Santa Engracia, la calle Hernando de Aragón y el punto de confluencia de la calle Joaquín Costa con la plaza de los Sitios.
Forman parte de ese conjunto la basílica y el baptisterio, una necrópolis cristiana y un espacio, con forma de cruz, dedicado al culto a los mártires, denominado martyrium.
Algunas fuentes relatan que, ya en el medievo, existe un monasterio llamado de “las Santas Masas”, desde el que San Braulio dirige una fecunda escuela episcopal, constituyendo un foco cultural y religioso de primer orden.
Juan II de Aragón, que al ser operado de cataratas somete a la intercesión de Santa Engracia su curación, dispone que sobre el antigüo monasterio se levante un nuevo y fastuoso cenobio.
Inicia las obras su hijo, Fernando el Católico, concluyéndolas el emperador Carlos V. Allí se instala una comunidad de la orden de los Jerónimos.
Durante la guerra de la Independencia, el convento sufre el terrible asedio de las tropas francesas.
En la noche del 13 al 14 de agosto de 1808, los galos levantan el primer sitio de la ciudad, pero no sin antes volar el Monasterio con una mina de más de 300 kilos de pólvora.
Durante el segundo sitio, acaban con lo poco que se mantiene en pie, siendo los polacos del segundo regimiento del Vístula, los que se apoderan de lo que queda del edificio, tras librar un terrible combate, en el que soldados, mujeres, y hasta niños, defienden palmo a palmo el recinto sagrado.
El posterior abandono y la lamentable decisión del consistorio de arrasar en 1836 con lo poco que queda del sagrado lugar, pone término a uno de los monumentos más importantes de la ciudad.
Únicamente se preserva la cripta, que se reabre en 1819, tras los trabajos de desescombro y rehabilitación realizados por José de Yarza.
Tras ser declarado Monumento Nacional en 1882, se redacta el proyecto del actual templo por el arquitecto Mariano López, iniciándose las obras en 1891.
La portada renacentista que da acceso a la basílica es el único vestigio que pervive en la actualidad del anterior templo.
En su interior se ubica la cripta, a la que se puede acceder desde la iglesia, por el costado de la epístola, o desde la calle Tomás Castellano.
En el descansillo de las escaleras que dan acceso al hipogeo, destaca un impresionante relieve que describe el martirio de San Esteban y en el costado izquierdo una placa en la que se han grabado los versos que Prudencio dedica a los 18 mártires y a Engracia.
Concluida la escalinata, destaca la imponente imagen de Santa Engracia.
Delante de ella, una antigua pila de piedra utilizada para administrar el sacramento del bautismo, por infusión, sustitutivo del bautismo por inmersión, practicado con anterioridad en la piscina bautismal de época visigoda, que se muestra bajo un suelo transparente. Es de planta poligonal, con una superficie de unos quince metros cuadrados.
A la derecha, una imagen de la Virgen, tallada por José Llimona, preside la capilla de las Santas Masas.
A la izquierda, tras atravesar las rejas de acceso, sobre las que se recrea el martirio de San Lamberto, se accede al templo subterráneo, de planta rectangular, con cinco naves, separadas por pilares.
A la diestra de las verjas de entrada, se conserva un fragmento, de la supuesta columna en la que es azotada Engracia.
Avanzando por el pasillo central, llegamos a un exágono, trazado en el suelo, que bordea el brocal del pozo en el que yace una turba innumerable de mártires.
Preside la pared central del templo la imagen gótica, en alabastro, de Santa Engracia, atribuida al maestro Ans.
Se aprecia en su frente un clavo incustrado, que, junto con la corona, es un añadido del siglo XIX.
En la mano derecha muestra un libro abierto, y en la izquierda, la palma martirial.
Flanquean la imagen los compañeros de la santa, de factura posterior.
Bajo el conjunto escultórico sobresale un imponente sarcófago de color rojizo, de brocatel de Tortosa, carente de adornos.
Curiosamente, es del mismo tipo de piedra con el que está fabricada la columna de la virgen del Pilar, que se venera en su Basílica.
Originariamente, los restos de Engracia reposan en este sarcófago, que hoy ocupan sus compañeros mártires.
Durante el siglo V se obtienen reliquias líquidas de Engracia, introduciendo aceite por la parte superior del sepulcro, para recogerlo después a través del agujero que se ha horadado en un costado del mismo, una vez que ha pasado por los restos de la santa. Esta reliquia la conserva el propietario en una pequeña ampullae, que cuelga cerca de su corazón.
En el siglo VI, los restos de Engracia y de sus compañeros, son depositados en el sarcófago romano de la “receptio animae”, al que se le practica una abertura rectangular por la parte posterior, a través de la cual el sacerdote introduce un trozo de paño que, con el contacto de la santa, se transforma en una brandea, o reliquia sólida, o de contacto.
Este sarcófago, al igual que el de la “Trilogía Petrina”, es de la primera mitad del siglo IV.
Labrados en los talleres imperiales de Roma, se cree que llegan en barco hasta el puerto pluvial de la ciudad.
El sarcófago de la “Receptio animae” o de la “Asunción”, de mármol de la isla de Mármara, es así denominado por la escena que se recrea en su friso principal.
En uno de los costados aparecen Adán y Eva, cubriéndose con sendas hojas sus partes pudendas, mientras que la mujer se lleva la manzana a la boca; en el tronco del árbol de la ciencia del bien y del mal, puede verse enroscada a la serpiente; a la derecha de Eva, un joven cubierto con túnica y palio, al que algunos consideran que es Dios y otros un ángel. A cada lado del árbol, un haz de espigas y un cordero, símbolos ambos del trabajo o de la maldición divina, en virtud de la cual los hombres deberán ganar el sustento con el sudor de su frente.
En el otro costado, la figura central es Dios/Hijo, sujetando con la mano derecha un haz de espigas, y con la izquierda un cordero.
A ambos lados, Adán y Eva le contemplan, mientras que un anciano barbado apoya la mano derecha sobre el hombro del primer hombre.
Cabe deducir que con esta imagen el autor recrea el papel asumido por Cristo, de redentor de toda la especie humana.
El friso central se inaugura con un atlante que precede a una mujer protagonizando tres escenas diferentes:
A la izquierda, su comparecencia, de rodillas, ante el Juez universal, que es Cristo, quien impone la mano derecha sobre su cabeza.
En el centro, el acto mismo del juicio.
A la derecha, la mano de Dios Padre toma la de la difunta y la asciende a los cielos. Es el momento de la retribución escatológica, o salvación de su ánima.
Le siguen la curación del ciego y el milagro de las bodas de Caná, o de la conversión del agua en vino, concluyéndose con un nuevo atlante, que junto con el anterior, sostienen la bóveda celeste.
El sarcófago de la Trilogía Petrina, en cuya tapa aparece tallado el nombre de San Lamberto, está esculpido en mármol de Paro.
Son tres las escenas que recrea de Pedro: el milagro de la fuente, su arresto, y el canto del gallo.
El centro del frontal está ocupado por una orante que actúa como elemento separador de las escenas que se acaban de citar, de las que se refieren a algunos de los milagros realizados por Jesús: la curación del ciego, el prodigio de Caná, la multiplicación de los panes y los peces y la resurrección de Lázaro.
Estos sarcófagos proceden de la cercana necrópolis romana.
Según información que le facilita Domingo de Tarba, en carta dirigida al rey Jaime II, en 1319 aparece un sarcófago conteniendo restos de unos mártires innominados. Ese hallazgo lo sitúa Zurita en 1389, concretando que guardan las reliquias de Engracia y Lupercio.
Es en este arca de piedra, ubicado debajo del altar principal de la basílica, donde reposan hoy sus restos.
En la denominada “urna de las reliquias” pueden contemplarse, a la izquierda del espectador, el cráneo de San Lupercio y un recipiente conteniendo una porción de las Santas Masas.
En el centro, el cráneo de Santa Engracia, junto con un fragmento del clavo con el que le taladran la cabeza.
A la derecha, el cráneo de San Lamberto y restos de su sangre coagulada.
A la derecha, el cráneo de San Lamberto, y restos de su sangre coagulada.
Todo lo relatado, es prueba fehaciente de que la Basílica de Santa Engracia, acoge en su interior, uno de los más antiguos testimonios de la fe zaragozana, y del modo de vida de las primeras comunidades cristianas, en el seno del imperio romano.FUENTESDOCUMENTALES Y ONLINE
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