Sábado, uno de septiembre de 2012. Son las siete de la tarde cuando dejo a mi derecha la carretera de Soria para tomar la secundaria que enlaza las localidades de Bulbuente, Ambel y Talamantes.
Entre estas dos últimas localidades, a unos veintitrés kilómetros de distancia del Santuario de Misericordia, se alza un espléndido mirador que regala a los ojos curiosos que allí se asoman una magnífica panorámica de la Sierra del Moncayo, desde Monte Canteque a la izquierda, hasta el Pico de San Miguel, con 2314 metros de altitud. Entre ambos extremos, el Pico de la Tonda y las Peñas de Herrera, entre otros accidentes geográficos.
A los pies del imponente macizo, el amplio valle se desparrama generoso, vistiéndose de verde en primavera y pajizo en verano, según marca el ciclo vegetativo del cereal que los hombres vienen cultivando en el lugar desde hace cientos de años.
El valle, con la Sierra del Moncayo al fondo, antes del incendio.
En mis salidas fotográficas, a la búsqueda de insectos, muchas otras veces he realizado idéntico recorrido.
En este entorno, en el que señorean el tomillo (thimus), el romero (rosmarinus), la lavanda (lavandula) y euphorbia, he fotografiado en el pasado, entre otros insectos, algunas mantis religiosas, dipteros de las especies dorycera y sphaerophoria y mariposas de las especies pseudophilotes panoptes, pieris brassicae o polyommatus icarus.
Hoy, lamentablemente, visito el lugar por una causa muy distinta: el incendio que el pasado día 27 de agosto se declaró en el somontano del Moncayo y que se extendió por los términos municipales de Trasobares, Calcena, Ambel y Talamantes, arrasando más de 3.500 hectáreas de terreno y llegando a poner en riesgo el Parque Natural de la dehesa del Moncayo, al que llegó una lengua de fuego que asoló unas 300 hectáreas.
Desde la misma atalaya, que otrora fuera regocijo para la vista, hoy, los verdes trazados que se abrían camino a lo largo y ancho del valle, delimitando las lindes de las distintas propiedades, y los escalones que unían las terrazas trazadas por el hombre, se muestran tristemente ennegrecidos.
Donde antaño hubiera matorral, pino y carrasca, hogaño sólo queda la negrura de la indefensa madera carbonizada y la leve consistencia de las cenizas que el cierzo de la tarde esparce por el aire, produciendo la inquietante sensación de que es el humo de un fuego que renace.
Ha muerto la capa vegetal cuyas raices aferraban la tierra al suelo. Con ella han muerto cientos, millares, de criaturas que habían hecho de aquél lugar su hábitat y las gentes que vivían en el entorno han visto peligrar sus vidas y haciendas.
Afortunadamente, la eficaz intervención de los bomberos, agentes de protección de la naturaleza, vecinos de la zona, voluntarios y autoridades evitó que la tragedia terminara convirtiéndose en una auténtica hecatombe.
Las dramáticas escenas del incendio pueden verse en esta página del Centro de Estudios Borjanos
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