jueves, 29 de octubre de 2009

Vietnam. Día 29 de agosto: Navegando por el Delta del Mekong

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Estamos en la ciudad de Can Tho, la más populosa del Delta del Mekong, con una población ligeramente superior al millón de habitantes.
El Cuu Long, nombre con el que los orientales denominan al río que los occidentales llamamos Mekong, es uno de los más caudalosos del mundo. Viene a la vida en las nevadas cumbres del Himalaya y, tras atravesar China, Birmania, Laos, Tailandia y Vietnam, sus aguas acuden al encuentro de las del Mar de China, depositando en la desembocadura ingentes aluviones que conforman el Delta que estamos visitando.Nuestro destino es el mercado flotante de Cai Rang, seis kilómetros río adentro.Muy temprano, antes del amanecer, centenares de campesinos van llegando con sus sampas cargados con las frutas y verduras que han recogido en la huerta el día anterior.Los comerciantes les aguardan en sus barcazas. Sobre cubierta, colocada en vertical, una pértiga de madera de la que cuelgan diferentes productos agrícolas. Con ese sistema le informan al agricultor de que están abastecidos del género que muestran. Si el campesino lleva otro distinto se acerca y lo ofrece a un precio determinado. El regateo correspondiente y, llegado el caso, se cierra la operación. Así de sencillo. En menos de cuatro horas todo está vendido y las naves se dispersan a lo largo y ancho del río.Pero durante ese tiempo se desarrolla una actividad frenética. Mujeres lanzando al aire sus productos para que los coja el comprador; jóvenes y ancianos ordenando la mercancía sobre cubierta; hombres y mujeres que con sus sampas van de barco en barco ofreciendo sus productos; pequeños restaurantes flotantes en los que se preparan comidas que se compran y consumen mientras se está trabajando...
Ante tal espectáculo aprieto el disparador de la cámara una y otra vez; siento la necesidad vital de conseguir el mayor número posible de esas escenas cotidianas pero que para mí resultan totalmente novedosas. Lo mismo hacen los restantes compañeros del grupo. Se mueven de un costado a otro de la barca tratando de inmortalizar hasta el más mínimo detalle.Desconozco si ese sistema de vida, íntimamente maridado con las caudalosas aguas de los ríos que atraviesan el país, se cobrará muchas vidas, pero lo cierto es que las mujeres, los hombres y los niños se desenvuelven en ese entorno con la misma confianza y tranquilidad con las que nosotros paseamos por las calles de nuestras ciudades.Nada tienen que ver las excesivas precauciones que tomamos con nuestros hijos para evitarles daños indeseados con la libertad con la que niños de ocho y nueve años navegan por las procelosas aguas de los ríos Mekong o Perfume o por la Bahía de Ha-Lom tratando de venderles a los turistas un botellín de agua o una lata de cocacola.Nuestro siguiente objetivo es el mercado de Can Tho, esta vez instalado sobre tierra firme. La primera impresión resulta un tanto desagradable. Situado a la orilla del río, las salpicaduras de agua que llegan a tierra y una ligera lluvia van conformando sobre un suelo una espesa charquina que convive con los cajas de madera y cubos de plástico sobre las que los comerciantes depositan sus artículos. El olor es intenso, a pescado crudo y a carne. Al caminar vamos produciendo un ligero chapoteo con los pies.Yung nos señala a una mujer que está en cuclillas junto a un barreño de plástico en el que se amontonan unos animales despellejados que no soy capaz de identificar. Nos dice que son ratas. Nuestra aprensión se incrementa.Unos metros más adelante otra mujer vende trozos de pitón, ya despellejada, de tamaño considerable. Calculo que cada pieza puede pesar un kilo.A su lado, una señora vende pescado fresco. ¡Y tan fresco!. Los pescados se mueven en un barreño lleno de agua. La clienta elige la pieza que desea. La vendedora coge el pez, lo introduce en una bolsa de plástico y con un objeto contundente lo golpea en la cabeza hasta que deja de moverse. Después a la bascula y de allí al bolso de la compradora. Otras pescaderas se evitan ese trámite intermedio y directamente desescaman al animal mientras coletea desesperadamente.Ninguno de estos comportamientos son muy distintos de los nuestros. Cuando descubrimos que los vietnamitas consumen cánidos, serpientes o ratas hacemos gestos de asco y desaprobación. Los mismos que harían los integrantes de otras culturas viéndonos comer caracoles u otra clases de animales que para ellos pueden resultar repulsivos. ¿Acaso es mas inhumano golpear a un pez en la cabeza hasta matarlo que depositar un bogavante en una cazuela llena de agua hirviendo?. En definitiva, somos condescendientes con todo cuanto hacemos nosotros e intolerantes con lo que hacen los que no pertenecen a “nuestra tribu”.Concluido el paseo por el mercado es llegado el momento de regresar a Saigón, haciendo escala en la localidad de My Tho. Allí visitamos la pagoda de Vonh Trang, un hermoso edificio de construcción relativamente reciente, levantado a mediados del siglo XIX.El cansancio acumulado y el calor son más fuertes que la curiosidad. Me siento en un banco de madera, en el interior del templo, para recuperar fuerzas. Veo a un hombre depositar sobre el altar ofrendas de incienso. Me mira. La cámara con el trípode le llaman la atención. Se acerca a una silla; coge un hábito de color naranja depositado sobre aquella y se lo pone. A continuación se me acerca y se brinda para que le haga una sesión fotográfica.
Pienso para mis adentros que ya tengo cubierto el cupo de fotografías de monjes budistas, pero no quiero incomodarle, así que, muy a mi pesar, me levanto y le tomo varias instantáneas. El buen hombre posa disciplinadamente, con el rostro impasible, sin permitirse la más mínima mueca ni la más ligera sonrisa. Cumplido su propósito, se marcha satisfecho.Ya en Saigón, cenamos en un restaurante próximo al Hotel Caravelle y nos retiramos a descansar. Mañana nos aguarda Cu Chí.
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