Ya
desde los orígenes del cristianismo, los seguidores de Jesús son
víctimas de persecución, primero por parte de los propios judíos,
que consideran que el judaísmo nazareno se aparta de la Torá, en
algunas cuestiones, y luego por las autoridades romanas. Y
es que el modo de vida cristiano, inspirado en valores tales como la
fraternidad y la caridad, y en el reconocimiento de la existencia de
un único Dios y de una nueva vida, más allá de la muerte, atrae a
sectores sociales de toda condición, pero pone en cuestión los
cimientos sobre los que se edifica el Imperio Romano. Es
Nerón quién inaugura el ciclo de persecuciones a los nazarenos,
acusándoles de haber provocado el incendio de Roma. Juliano
el Apóstata, en la segunda mitad del siglo IV, es el último
emperador que oprime a los cristianos, violentando el Edicto de
Milán, promulgado por Constantino en el año 313, en virtud del cuál
se establece la libertad religiosa en el seno del imperio. A
mediados del siglo III, existe una importante comunidad cristiana en
la ciudad de Caesar Augusta, fundada aproximadamente en el año 14
antes de nuestra era por legionarios licenciados, que han luchado con
Augusto en Hispania. Cuenta
la tradición que, siendo emperador Diocleciano, una joven princesa
lusitana, llamada Engracia, parte de la ciudad de Bracara Augusta en
dirección a la Galia Narbonense, donde va a contraer matrimonio con
un notable del lugar. Viajan
con ella su tío Lupercio, una sirvienta y dieciséis caballeros que
la escoltan. Al
llegar a Caesar Augusta, es informada de que algunos cristianos han
sufrido martirio. Indignada,
comparece ante Publio Daciano, gobernador de la Hispania Citerior,
para recriminarle su conducta. Prendado
de la belleza de la joven, trata de seducirla, pero al ser rechazado,
descarga su ira contra los acompañantes de Engracia, que son
azotados y decapitados. Ante
la perseverancia de la joven en su virginidad y en su fe, el
dignatario romano decide someterla a terribles torturas. Amarrada
a una columna, es flagelada y atada posteriormente a un tiro de
caballos, que la arrastra por las calles de la ciudad. Seguidamente,
es sujetada a una cruz en forma de aspa, siéndole rasgados los
músculos con garras de acero y extraída una parte del hígado. Tras
amputarle un pecho, dejando visible el corazón, es abandonada en su
celda, donde se le ulceran las heridas. Finalmente,
Daciano decide poner fin a la vida de Engracia, ordenando que se le
perfore la cabeza con un clavo. Pese
a tamaña crueldad, los miembros de la comunidad cristiana se
mantienen en la fe, por lo que el gobernador determina acabar con
todos ellos. Con
el propósito de desenmascarar a los seguidores del Nazareno que
moran en la localidad, maquina un malévolo plan. Publica
un pregón por toda la ciudad, reconociendo a los cristianos el
derecho a profesar su religión, pero con la condición de que
abandonen Caesar Augusta. Entre
tanto, los guardias romanos se ocultan en el extrarradio de la urbe. Los
cristianos salen por la puerta Cinegia, y en el lugar de la Plaza de
España en el que hoy se levanta el monumento a los mártires de la
religión y de la patria, son vilmente asesinados. En
memoria de todos ellos se erige en el siglo XV un templete con una
cruz en el centro. El memorial desaparece durante la guerra de la
Independencia. Conocedor
de que es costumbre de los cristianos recoger los restos de sus
mártires, para darles honrosa sepultura, ordena Daciano que sean
entregados al fuego, hasta convertirlos en cenizas. Y
para evitar que puedan recoger esos mínimos residuos, dispone que
todos los presos comunes de la ciudad sean llevados a ese lugar. Allí
les cortan la cabeza, se incineran sus cuerpos y se mezclan las
cenizas con las de los mártires cristianos. Pero
ni aún así logra su propósito el gobernador. Por
voluntad divina, las cenizas de los delincuentes son arrastradas por
el viento, mientras que las de los cristianos conforman una
consistente masa, de una blancura inmaculada, que deja testimonio de
la belleza de sus almas. Los
hermanos en la fe que sobreviven a la matanza, recogen los sagrados
residuos, entre los que se encuentran gotas de sangre coagulada, y
los ocultan extramuros, en el campo, en el mismo lugar en el que
descansan los restos de Engracia y sus leales. Cuando,
finalmente, es instituida la libertad de culto, los creyentes
construyen una capilla subterránea en el mismo sitio en el que
fueron depositadas originariamente las reliquias. A
los hechos que acaban de relatarse, se refieren autores de diferentes
épocas. En
un pasionario de principios del siglo VII, se habla de "los
Innumerables Mártires de Zaragoza". El
jesuita Román de la Higuera, sin ningún tipo de pudor, se inventa a
finales del siglo XVI unos supuestos documentos pretéritos, al
amparo de los cuales construye un relato a su conveniencia. Poco
después, el canónigo de la catedral de El Salvador, Martín
Carrillo, dejándose llevar por el amor a Zaragoza, su ciudad natal,
elabora una narración sumamente elogiosa de nuestros mártires, pero
carente de rigor. El
agustino Manuel Risco, acreditado cronista del siglo XVIII, trata de
extraer del relato construido a lo largo de los siglos, aquellos
datos que tienen fundamento histórico. Es
el poeta calagurritano Aurelio Clemente Prudencio, nacido en el año
348 y muy vinculado a la ciudad cesaraugustana, quien deja testimonio
fidedigno de lo ocurrido. Criado
en una acomodada familia hispanoromana, seguidora de Cristo,
Prudencio es considerado un destacado teólogo,
filósofo, jurisconsulto, y uno de los más notables poetas de su
centuria. Ejerce
como jurista y desempeña la prefectura en importantes ciudades,
siendo llamado a la corte por el emperador Teodosio. A
los 57 años, inspirado por la gracia divina, retorna a Hispania,
donde produce buena parte de su obra lírica, entre la que destaca el
“Libro de las Coronas”, dedicado en su mayor parte a los hispanos
que sufren la persecución y el martirio. Publicado
siglo y medio después de que se hayan producido los hechos que
describe, las fuentes de Prudencio son las “Actas de los mártires”
y la tradición oral. En
el himno IV, titulado “En honor de los 18 mártires de Zaragoza”,
relata que los restos de todos ellos se guardan en un solo sepulcro,
y que únicamente Cartago y Roma superan a Zaragoza, en cuanto al
número de víctimas inmoladas por mantenerse leales a su fe. Da
testimonio igualmente de los tormentos infligidos a santa Engracia, a
la que el verdugo le desgarra el costado, le lacera los miembros y le
corta los pechos, dejando visibles los pulmones y el corazón,
siéndole arrancada con unas tenazas parte del hígado. Según
el poeta, la santa sobrevive al martirio, viviendo el resto de sus
días sumida en terribles dolores. Hoy
sabemos que estos hechos se producen en torno al año 257, gobernando
Valeriano, y no Docleciano como recogen las fuentes antiguas. Los
dieciocho mártires de Zaragoza, probablemente miembros de la
comunidad cristiana local, al igual que Engracia, son: Apodemo,
Ceciliano, Evencio, Félix, Frontón, Julia, Lupercio, Marcial,
Optato, Primitivo, Publio, Quintiliano, Suceso, Urbano, Casiano,
Fausto, Januario y Matutino. Los
restos de los amigos y familiares de la santa, según Prudencio, son
depositados en un mismo sepulcro. En
la actual plaza de Santa Engracia, en la ciudad de Zaragoza, se erige
la Basílica menor del mismo nombre. El
espacio sobre el que hoy se levanta el templo, es lugar sagrado desde
mediados del siglo III, por cuanto es en ese entorno donde se ocultan
los restos de los mártires sacrificados en tiempos de Valeriano. Los
restos de la cimentación de un primitivo santuario, localizados e
identificados recientemente por el equipo arqueológico del profesor
Mostalac, corresponden al siglo IV. Restos
que pertenecen al mismo periodo que los dos sarcófagos
paleocristianos procedentes de un cementerio cercano y que la base de
hormigón romano sobre la que reposa un baptisterio de época
medieval. Hoy
sabemos que es de esa centuria un conjunto paleocristiano, que se
integra en un espacio delimitado por la actual plaza de Santa
Engracia, la calle Hernando de Aragón y el punto de confluencia de
la calle Joaquín Costa con la plaza de los Sitios. Forman
parte de ese conjunto la basílica y el baptisterio, una necrópolis
cristiana y un espacio, con forma de cruz, dedicado al culto a los
mártires, denominado martyrium. Algunas
fuentes relatan que, ya en el medievo, existe un monasterio llamado
de “las Santas Masas”, desde el que San Braulio dirige una
fecunda escuela episcopal, constituyendo un foco cultural y religioso
de primer orden. Juan
II de Aragón, que al ser operado de cataratas somete a la
intercesión de Santa Engracia su curación, dispone que sobre el
antigüo monasterio se levante un nuevo y fastuoso cenobio. Inicia
las obras su hijo, Fernando el Católico, concluyéndolas el
emperador Carlos V. Allí se instala una comunidad de la orden de los
Jerónimos. Durante
la guerra de la Independencia, el convento sufre el terrible asedio
de las tropas francesas. En
la noche del 13 al 14 de agosto de 1808, los galos levantan el primer
sitio de la ciudad, pero no sin antes volar el Monasterio con una
mina de más de 300 kilos de pólvora. Durante
el segundo sitio, acaban con lo poco que se mantiene en pie, siendo
los polacos del segundo regimiento del Vístula, los que se apoderan
de lo que queda del edificio, tras librar un terrible combate, en el
que soldados, mujeres, y hasta niños, defienden palmo a palmo el
recinto sagrado. El
posterior abandono y la lamentable decisión del consistorio de
arrasar en 1836 con lo poco que queda del sagrado lugar, pone término
a uno de los monumentos más importantes de la ciudad. Únicamente
se preserva la cripta, que se reabre en 1819, tras los trabajos de
desescombro y rehabilitación realizados por José de Yarza. Tras
ser declarado Monumento Nacional en 1882, se redacta el proyecto del
actual templo por el arquitecto Mariano López, iniciándose las
obras en 1891. La
portada renacentista que da acceso a la basílica es el único
vestigio que pervive en la actualidad del anterior templo. En
su interior se ubica la cripta, a la que se puede acceder desde la
iglesia, por el costado de la epístola, o desde la calle Tomás
Castellano. En
el descansillo de las escaleras que dan acceso al hipogeo, destaca un
impresionante relieve que describe el martirio de San Esteban y en el
costado izquierdo una placa en la que se han grabado los versos que
Prudencio dedica a los 18 mártires y a Engracia. Concluida
la escalinata, destaca la imponente imagen de Santa Engracia. Delante
de ella, una antigua pila de piedra utilizada para administrar el
sacramento del bautismo, por infusión, sustitutivo del bautismo por
inmersión, practicado con anterioridad en la piscina bautismal de
época visigoda, que se muestra bajo un suelo transparente. Es de
planta poligonal, con una superficie de unos quince metros cuadrados. A
la derecha, una imagen de la Virgen, tallada por José Llimona,
preside la capilla de las Santas Masas. A
la izquierda, tras atravesar las rejas de acceso, sobre las que se
recrea el martirio de San Lamberto, se accede al templo subterráneo,
de planta rectangular, con cinco naves, separadas por pilares. A
la diestra de las verjas de entrada, se conserva un fragmento, de la
supuesta columna en la que es azotada Engracia. Avanzando
por el pasillo central, llegamos a un exágono, trazado en el suelo,
que bordea el brocal del pozo en el que yace una turba innumerable de
mártires. Preside
la pared central del templo la imagen gótica, en alabastro, de Santa
Engracia, atribuida al maestro Ans. Se
aprecia en su frente un clavo incustrado, que, junto con la corona,
es un añadido del siglo XIX. En
la mano derecha muestra un libro abierto, y en la izquierda, la palma
martirial. Flanquean
la imagen los compañeros de la santa, de factura posterior. Bajo
el conjunto escultórico sobresale un imponente sarcófago de color
rojizo, de brocatel de Tortosa, carente de adornos. Curiosamente,
es del mismo tipo de piedra con el que está fabricada la columna de
la virgen del Pilar, que se venera en su Basílica. Originariamente,
los restos de Engracia reposan en este sarcófago, que hoy ocupan sus
compañeros mártires. Durante
el siglo V se obtienen reliquias líquidas de Engracia, introduciendo
aceite por la parte superior del sepulcro, para recogerlo después a
través del agujero que se ha horadado en un costado del mismo, una
vez que ha pasado por los restos de la santa. Esta reliquia la
conserva el propietario en una pequeña ampullae, que cuelga cerca de
su corazón. En
el siglo VI, los restos de Engracia y de sus compañeros, son
depositados en el sarcófago romano de la “receptio animae”, al
que se le practica una abertura rectangular por la parte posterior, a
través de la cual el sacerdote introduce un trozo de paño que, con
el contacto de la santa, se transforma en una brandea, o reliquia
sólida, o de contacto. Este
sarcófago, al igual que el de la “Trilogía Petrina”, es de la
primera mitad del siglo IV. Labrados
en los talleres imperiales de Roma, se cree que llegan en barco hasta
el puerto pluvial de la ciudad. El
sarcófago de la “Receptio animae” o de la “Asunción”, de
mármol de la isla de Mármara, es así denominado por la escena que
se recrea en su friso principal. En
uno de los costados aparecen Adán y Eva, cubriéndose con sendas
hojas sus partes pudendas, mientras que la mujer se lleva la manzana
a la boca; en el tronco del árbol de la ciencia del bien y del mal,
puede verse enroscada a la serpiente; a la derecha de Eva, un joven
cubierto con túnica y palio, al que algunos consideran que es Dios y
otros un ángel. A cada lado del árbol, un haz de espigas y un
cordero, símbolos ambos del trabajo o de la maldición divina, en
virtud de la cual los hombres deberán ganar el sustento con el sudor
de su frente. En
el otro costado, la figura central es Dios/Hijo, sujetando con la
mano derecha un haz de espigas, y con la izquierda un cordero. A
ambos lados, Adán y Eva le contemplan, mientras que un anciano
barbado apoya la mano derecha sobre el hombro del primer hombre. Cabe
deducir que con esta imagen el autor recrea el papel asumido por
Cristo, de redentor de toda la especie humana. El
friso central se inaugura con un atlante que precede a una mujer
protagonizando tres escenas diferentes: A
la izquierda, su comparecencia, de rodillas, ante el Juez
universal, que es Cristo, quien impone la mano derecha sobre su
cabeza. En
el centro, el acto mismo del juicio. A
la derecha, la mano de Dios Padre toma la de la difunta y la
asciende a los cielos. Es el momento de la retribución
escatológica, o salvación de su ánima. Le
siguen la curación del ciego y el milagro de las bodas de Caná, o
de la conversión del agua en vino, concluyéndose con un nuevo
atlante, que junto con el anterior, sostienen la bóveda celeste. El
sarcófago de la Trilogía Petrina, en cuya tapa aparece tallado el
nombre de San Lamberto, está esculpido en mármol de Paro. Son
tres las escenas que recrea de Pedro: el milagro de la fuente, su
arresto, y el canto del gallo. El
centro del frontal está ocupado por una orante que actúa como
elemento separador de las escenas que se acaban de citar, de las que
se refieren a algunos de los milagros realizados por Jesús: la
curación del ciego, el prodigio de Caná, la multiplicación de los
panes y los peces y la resurrección de Lázaro. Estos
sarcófagos proceden de la cercana necrópolis romana. Según
información que le facilita Domingo de Tarba, en carta dirigida al
rey Jaime II, en 1319 aparece un sarcófago conteniendo restos de
unos mártires innominados. Ese hallazgo lo sitúa Zurita en 1389,
concretando que guardan las reliquias de Engracia y Lupercio. Es
en este arca de piedra, ubicado debajo del altar principal de la
basílica, donde reposan hoy sus restos. En
la denominada “urna de las reliquias” pueden contemplarse, a la
izquierda del espectador, el cráneo de San Lupercio y un recipiente
conteniendo una porción de las Santas Masas. En
el centro, el cráneo de Santa Engracia, junto con un fragmento del
clavo con el que le taladran la cabeza. A
la derecha, el cráneo de San Lamberto y restos de su sangre
coagulada. A
la derecha, el cráneo de San Lamberto, y restos de su sangre
coagulada. Todo
lo relatado, es prueba fehaciente de que la Basílica de Santa
Engracia, acoge en su interior, uno de los más antiguos testimonios
de la fe zaragozana, y del modo de vida de las primeras comunidades
cristianas, en el seno del imperio romano.
A
pesar de la oposición inicial de los jesuitas, el 27 de octubre de
1731, los Padres Escolapios se instalan en la ciudad de Zaragoza con
el propósito de desarrollar el ideario educativo impulsado por San
José de Calasanz, fundador de lo que será el germen de la escuela
pública gratuita en Europa, que aspira a formar a todos los niños,
con independencia de su clases social, y sin hacer distinción por
razón de raza, de creencias políticas o religiosas.
Se
instalan inicialmente en una casa de alquiler en la calle Castellana,
próxima al Portillo y ya, en la primavera de 1732, ocupan una
vivienda más apropiada, provista de oratorio. Inmediatamente son
autorizados a impartir docencia en una escuela pública ubicada en
las proximidades de la parroquia de san Pablo.
El
arzobispo de Zaragoza, Tomás Crespo Agüero, personaje ilustrado,
notable benefactor de causas sociales, al que se conoce como “maestro
de los pobres”, adquiere en 1733 un inmueble en la calle Cedacería,
en la actual avenida de César Augusto, encargándole al arquitecto
Francisco de Velasco la redacción del proyecto y dirección de obra
de la iglesia y del futuro Colegio de Santo Tomás de Aquino de las
Escuelas Pías de Zaragoza, que se inaugura en 1740.
Fallecido
en 1742, sus restos mortales reposan en la capilla de San Juan
Bautista, de la basílica de Nuestra Señora del Pilar.
Durante
el siglo XIX, el conjunto arquitectónico es objeto de diferentes
actuaciones, destacando las realizadas por Félix Navarro Pérez en
el observatorio y en el oratorio.
Tras
la adquisición de las viviendas adyacentes, en 1915, el arquitecto
Miguel Ángel Navarro Pérez realiza una nueva remodelación.
Del
edificio originario únicamente perviven en la actualidad el patio de
Palafox, una parte de las crujías del claustro y la iglesia.
En
la década de los setenta del siglo XX, se derriban las viviendas que
separan las calles Escuelas Pías y Cerdán, configurandose la actual
avenida de César Augusto, con lo cual la iglesia y la fachada
colindante del colegio gana en visibilidad, mostrándose en todo su
esplendor.
En
1978, el edificio es declarado Bien de Interés Cultural.
En
la actualidad, el edificio de las Escuelas Pías conforma un
cuadrilátero irregular que extiende sus cuatro fachadas, de ladrillo
caravista, por las calles Ramón y Cajal, Boggiero, Conde Aranda y
Avenida de César Augusto.
Como
ya se ha indicado anteriormente, el elemento más relevante que ha
pervivido del edificio original es el patio de Palafox, antes
denominado de las tres fuentes, por el que han correteado millares de
muchachos a lo largo de sus casi trescientos años de historia.
De
la reforma llevada a término por Miguel Ángel Navarro, son el patio
de la Rotonda y la escalera noble, las actuaciones más hermosas y
significativas.
Sostenido
por doce pilares, el patio de la rotonda muestra una delicada
ligereza, que contrasta con el austero patio de Palafox.
A
la escalera noble, sostenida por dos columnas y dos ménsulas, se
accede por una de las puertas del patio de la rotonda.
Una
espectacular balaustrada de madera, que asciende por un espacio
ovalado, nos conduce hasta el último piso, que concluye en una
cúpula elíptica.
Pero
el patrimonio más importante de las Escuelas Pías zaragozanas es
esa ingente multitud de muchachos que han recibido, generación tras
generación, una esmerada educación, que les ha habilitado para
enfrentarse a la vida con solvencia.
Algunos
de esos alumnos alcanzan destacada relevancia nacional, e incluso
universal, significándose en el mundo de las artes, la cultura, las
ciencias, la religión, la política o la milicia.
En
sus aulas se forman insignes pintores, como Francisco de Goya,
retratista de la corte y fiel notario de la realidad española de la
segunda mitad del siglo XVIII e inicios del XIX.
Sus
cuñados, Francisco Bayeu, pintor de la corte de Carlos III, Manuel,
monje cartujo, y Ramón, pintor de cartones para la Real Fábrica de
Tapices y colaborador ocasional de su cuñado Francisco de Goya.
O
Bernardino Montañés, que copia in situ las pinturas murales de
Herculano y Pompeya, realizando la decoración de la cúpula central
de la Basílica del Pilar.
Los
prelados Basilio Sancho de Santa Justa, arzobispo de Manila, y
Antonio María Cascajares, obispo de Calahorra y cardenal arzobispo
de Valladolid.
Miembros
de linajes ilustres, como Juan Pablo de Aragón y de Azlor, undécimo
duque de Villahermosa o Cipriano Muñoz y Manzano, Conde de la
Viñaza.
Políticos
y diplomáticos como Francisco Tadeo Calomarde, ministro de Gracia y
Justicia durante el reinado de Fernando VII.
Francisco
Javier de Quinto, Jefe de la Casa Real siendo regente María
Cristina.
Severino
Aznar, sociólogo, periodista, político y catedrático, o Manuel
Marraco Ramón, político e impulsor del Partido Republicano
Autónomo.
Ángel
Sanz Briz, conocido como el “Ángel de Budapest”, diplomático
que salvó a más de 5000 judios de los campos de exterminio
alemanes, siéndole concedida por el Estado de Israel la medalla de
justo entre las naciones.
Ilustrados
y emprendedores como Martín Zapater, amigo íntimo de Francisco de
Goya, rico comerciante y socio fundador de la Real Sociedad Económica
de Amigos del País o Basilio Paraíso Lasús, político republicano,
integrado en la corriente regeneracionista, licenciado en medicina,
fundador de la empresa de espejos “La Veneciana” y del “Heraldo
de Aragón”.
José
Rebolledo de Palafox y Melzi, proclamado por el pueblo gobernador de
Zaragoza y capitán general de Aragón durante la Guerra de la
Independencia.
El
general José Sanjurjo, promotor del fallido golpe de estado de 1932,
conocido como la Sanjurjada, fallecido en 1936, en accidente de
avión, cuando iba a trasladarse a la zona sublevada y José Millán
Astray, fundador de la Legión y de Radio Nacional de España y
destacado propagandista del régimen de Franco, siendo célebre su
enfrentamiento con Miguel de Unamuno en el paraninfo de la
Universidad de Salamanca, donde el escritor pronunció la frase
“Vencereis pero no convenceréis”, respondiéndole Millán Astray
“Muera la inteligencia. Viva la muerte”.
Músicos,
escultores y literatos, entre los que destacan Jesús Guridi,
impulsor de la música tradicional vasca y autor de diversas óperas
y zarzuelas.
Carlos
Palau Ortubia, escultor responsable de alguno de los pasos de la
semana santa zaragozana, y José María Matheu Aybar, escritor
vinculado a la corriente realista.
Los
intelectuales Vicente de la Fuente, teólogo, catedrático, rector de
la Universidad Central historiador, canonista y jurisconsulto, y
Miguel Asín Palacios, doctor en teología, eminente arabista y
miembro de la Real Academia Española y de la Real Academia de la
Historia.
Los
científicos Francisco Loscos Bernal, farmacéutico y botánico, que
agrupa en torno suyo la llamada “Escuela de Loscos”, integrada
por prestigiosos fitólogos.
Antonio
de Gregorio Rocasolano, catedrático de química, rector de la
Universidad de Zaragoza, presidente de la Real Academia de Ciencias
de Zaragoza y vicepresidente del Consejo Superior de Investigaciones
Científicas y Aurelio Valeriano Usón Calvo, catedrático de
urología por la Universidad Complutense y pionero en España en la
cirugía de cambio de sexo.
El
notable arquitecto Ricardo Magdalena, que diseña edificios tan
emblemáticos para Zaragoza como el matadero municipal de la calle
Miguel Servet, la antigua facultad de medicina o el museo provincial
de la ciudad.
Algunos
profesores de estos destacados alumnos fueron:
Idelfonso
Manuel Gil, licenciado en Derecho, doctor en letras, destacado
activista republicano, miembro de la generación del 36, exiliado en
Estados Unidos, director de la Institución “Fernando el Católico”,
miembro de la Real Academia Española, ensayista y traductor.
El
escolapio Basilio Boggiero, profesor de retórica y gramática,
orador y poeta y valiente defensor de la ciudad de Zaragoza durante
la ocupación francesa.
Siendo
consejero de Palafox y redactor de proclamas, él y Santiago Sas son
muertos a bayonetazos en el puente de Piedra, siendo arrojados sus
cadáveres al río Ebro.
Otros
escolapios notables han sido Pío Cañizar, humanista, historiador y
cronista de la ciudad de Zaragoza.
Blas
Aínsa Domeneque, destacado científico que instala un observatorio
meteorológico en el colegio de Zaragoza, creando una red de
observatorios en otros centros de la orden de las Escuelas Pías.
Dionisio
Pamplona Polo, detenido por milicianos, durante la guerra civil, en
Peralta de la Sal y asesinado posteriormente. Es beatificado por
JuanPablo II.
Pedro
Díez Gil, autor del libro de iniciación a la lectura “Chiquitín”,
editado durante más de treinta años. Está en proceso de
canonización.
Pedro
Recuenco Caraballo, destacado poliglota, con dominio del latín,
griego clásico, hebreo, italiano, francés, inglés, alemán,
portugués, rumano, húngaro, árabe, japonés, griego moderno,
holandés, catalán y aragonés.
Dionisio
Cueva González, historiador, escritor y periodista durante el
Concilio Vaticano II.
Todos
ellos, han dejado testimonio imperecedero, del pensamiento de San
José de Calasanz, quien dijo que “la iglesia, los pensadores
cristianos y los filósofos más acertados, afirman unánimemente que
la sociedad se transforma si dedica sus esfuerzos a la educación.
FUENTES
UTILIZADAS.
DOCUMENTALES
Y WEB.
-
Guía histórico artística de Zaragoza. Director Guillermo Fatás.
-
Aula de patromonio cultura de la Universidad de
Cantabria.Vicerrectorado de cultura, participación y difusión.
Retrato de Don Tomás Crespo Agüero. Iglesia de Santa Maria
Magdalena de Rucandio. Atribuido a José Luzan
-
Javier de Quinto. Litografía de Isidoro Lozano. Biblioteca Nacional
de España. De Isidoro Lozano-Biblioteca Nacional de
España-http://bdh-rd.bne.es/viewer.vm?id=0000035200, CC BY-SA 4.0.