lunes, 26 de octubre de 2009

Vietnam. 18 y 19 de agosto de 2009: de Zaragoza a Hanoi

Son las cuatro menos veinte de la mañana del dieciocho de agosto de 2009 cuando llegamos a la estación de autobuses de Zaragoza para tomar el que cinco minutos más tarde nos llevará a Barajas.
Vamos cargados con dos pesadas maletas, nuestros respectivos bolsos, una bolsa de viaje y la mochila con el material fotográfico.
En la dársena no están José Mari y Ana. No me sorprende; llegamos tan ajustados de tiempo que probablemente ya estarán en el coche. Nos acercamos al conductor del autocar que, a pie de rueda, examina los billetes de los pasajeros.
Primera sorpresa. El buen hombre nos indica que nuestro coche es el de las 5,45 horas. La cabeza me ha jugado una mala pasada y, a pesar de haber consultado los tickets antes de acostarnos, he leído que la salida era a las cuatro cuarenta y cinco en lugar de una hora más tarde.
Marisa no dice nada. Nos introducimos en el andén de la estación de ferrocarril y tomamos asiento en un banco. Apenas quince minutos después, aparecen nuestros compañeros de aventura.
Instalados, ahora sí, correctamente en nuestro autocar, partimos con dirección a Barajas, donde llegamos transcurridas unas tres horas y media.
Todo se desenvuelve rápidamente y sin mayores dificultades. Muy temprano facturamos los equipajes en la terminal uno y confirmamos los vuelos.
A las 13,25, tras tomar posesión de nuestros asientos 38 F y G, el Boeing 747-400 de la Thai Airwais emprende vuelo con destino a Bangkok.
Si he de ser sincero, jamás tuve interés alguno por visitar Vietnam. Fue la conversación telefónica que mantuve con José Mari en el mes de febrero la que determinó que ahora estemos instalados en este Boeing. Mi amigo me comenta que Ana y él tienen previsto viajar a esta zona de Indochina para celebrar sus bodas de plata. Cuando Marisa me oye comentarlo en voz alta me dice: yo también quiero ir.
Lo cierto es que, según me había contado en otras ocasiones, Asia ejerció sobre mi mujer un poderoso atractivo desde su más tierna infancia. Para ella, era ese continente misterioso y lejano que nunca podría visitar, salvo en sueños. De hecho, conservamos más de una fotografía, amarillenta por el paso del tiempo, en las que una adolescente muchacha aparece vestida, en diferentes fiestas de disfraces, con ropas que ella adaptaba a su peculiar percepción de los trajes tradicionales orientales.Supongo que Elda habrá heredado de su madre esa singular atracción que también sobre ella ejerce el lejano Oriente. Sentía especial predilección por la profesora de arte responsable de esa materia; hizo algún trabajo sobre arte japonés y en la primavera de este año impartió una conferencia en un salón de actos de la Caja de Ahorros de la Inmaculada sobre el estilo pictórico Ukiyo-e. Resultará ocioso señalar que allí estábamos sus padres, tío, tía y abuela y que aquella conferencia nos pareció una auténtica lección magistral.
Doce horas de vuelo, durante las cuales somos objeto de todo tipo de atenciones: una manta para arroparnos, una almohada, auriculares, un campary acompañado con cacahuetes, agua, zumos, la primera comida, más agua, más zumos y cafés, la segunda comida… una obsequiosidad que puede llegar a resultar agobiante. Apenas dormimos durante el trayecto.A las 6,30 del día 19 de agosto, tras haber adelantado nuestros relojes cinco horas para adaptarnos a la configuración horaria del país, pisamos la zona de tránsito del aeropuerto de Suvarnabhumi, en la capital tahilandesa, el de mayor tráfico aéreo del sudeste asiático y probablemente del mundo. Arquitectura moderna, armazón y mobiliario de acero inoxidable y amplísimos espacios. Resulta tan frío como la mayoría de las aeropuertos.Una hora y cuarto después, un Airbus de la Thai nos lleva a Vietnam. A las 9,35 llegamos al aeropuerto de Hanoi. Una increible sensación de calor húmedo nos provoca abundante sudor, que no nos abandonará durante el tiempo que permanezcamos en el país. El personal del aeropuerto lleva el rostro cubierto con mascarillas; no le damos mayor importancia puesto que lo atribuimos a medidas profilácticas frente a los riesgos de la gripe aviar.
Tras recoger las maletas y pasar los controles aduaneros, en el exterior del aeropuerto nos aguarda Yen, la que será nuestra guía vietnamita durante los días que permanezcamos en el norte del país.Yen, de unos sesenta años de edad, es una mujer muy amable; nos cuenta que se formó en Cuba, donde se licenció y aprendió nuestra lengua.
No hay reposo para los cansados viajeros. Tras subir al microbús que nos tienen asignado, nuestra anfitriona local nos anuncia que, antes de ir al hotel, realizaremos algunas visitas, en concreto al templo de Quan Thánh, al Mausoleo de Ho Chi Mim, al Palacio Presidencial y al Comité Central del PC.Hanoi, la antigua capital de Vietnam del Norte, hoy capital del país reunificado, es una ciudad de algo menos de tres millones y medio de habitantes que respira vida por todos sus poros. Las calles de esta hermosa ciudad, bañada por el Río Rojo, son un incesante fluir de millares y millares de motocicletas, sobre las que se acomodan uno, dos, tres y hasta cuatro pasajeros; los conductores hacen sonar continuamente los cláxones a la vez que serpentean, tratando de evitar a los peatones que se cruzan en su camino.Apenas se respetan los semáforos y, por supuesto, los pasos de cebra no significan nada para los conductores de vehículos a dos ruedas. El viandante, lo único que tiene que hacer es atravesar la calle; del resto se ocupan los motoristas, que los esquivan sabiamente. Este sistema de conducción terminaré comprobando que es una constante en todo Vietnam.
Las motocicletas conviven amigablemente con las también abundantes bicicletas y los escasos coches, algo más frecuentes si acaso en Saigón. Pero los vehículos de dos ruedas no sólo sirven para transportar personas. Cualquier tipo de mercancía y de cualquier tamaño puede verse acomodada sobre aquellos: mesas, larguísimas barras de hierro, maderos, cestos llenos de sandías, jaulas con cochinos, forraje para el ganado…Mis sorprendidos ojos tratan de capturar avidamente todo cuanto se presenta ante ellos. Buena parte de la población lleva el rostro cubierto, especialmente las muchachas. Yen nos dirá que algunos lo hacen para protegerse de la contaminación, pero las jóvenes tratan de evitar de este modo que los rayos de sol entren en contacto con su piel.
Y es que las muchachas vietnamitas, menudas, delgadas, coquetas porque se saben hermosas, circulan acomodadas sobre sus ciclomotores y bicicletas con la espalda erguida, el casco en la cabeza, gafas de sol protegiéndoles los ojos y una especie de pañuelo que cubre el resto del rostro y el cuello. Unos larguísimos guantes ocultan sus manos y brazos y los pies se esconden bajo calcetines de lana. Todo eso bajo un calor sofocante que a estas hermosas criaturas parece no castigarles.
Y todo esto para mantener su epidermis alejada del contacto solar y conservar la piel blanca, lo que para estas criaturas es sinónimo de belleza.
Por idéntica razón, las paradisíacas playas del país únicamente son transitadas por el día por los turistas. Las nativas y los muchachos que las cortejan las recorren al amanecer, antes de que los primeros rayos de sol se posen sobre sus doradas arenas.
En un país oficialmente ateo se respetan todas las confesiones religiosas y la población mantiene interiorizadas las viejas enseñanzas de Confucio. Aquí coexisten pacíficamente no creyentes, budistas, católicos, algunos musulmanes y caodaistas.El caodaismo, joven religión nacida en Vietnam a principios del siglo XX, trata de conciliar creencias taoistas, católicas e incluso animistas, sin olvidarse del espiritismo. Dotados de una estructura jerárquica en la que se integran cardenales, obispos y hasta un pontífice, creen en el amor universal y en la reencarnación y condenan el asesinato, la mentira, la lujuria y la codicia. En sus templos conviven imágenes de Jesús, Victor Hugo, Juana de Arco o Confucio.
Pues bien, nuestra primera visita a un templo vietnamita es a la pagoda de Quan Thánh, erigida en los siglos XI y XII, bajo la dinastía Ly.
Después nos dirigimos a la plaza de Ba Dinh; al fondo de una inmensa explanada, y precedido por un mastil en el que ondea la roja enseña nacional con una estrella amarilla de cinco puntas en el centro, se levanta el enorme y marmóreo mausoleo, entre grisáceo y rosado que, respondiendo a los cánones arquitectónicos soviéticos, acoge la momia de Ho Chi Min, el héroe de la revolución vietnamita, a cuya puerta hacen guardia durante las veinticuatro horas del día dos soldados. A pesar del deseo expreso del líder comunista de que sus restos fueran incinerados, los dirigentes del Partido decidieron embalsamar su cuerpo y someterlo a exposición pública.
Al costado derecho del mausoleo se levanta el Palacio Presidencial, un bello edificio construido por los franceses en la época de la colonización; enfrente, otro edificio de similares características arquitectónicas, aunque más humilde, se ha convertido en la sede central del Partido Comunista.
Ni en esa plaza, centro neurálgico de la vida política del país, ni en las demás calles y ciudades del Vietnam, como descubriré más tarde, se deja sentir la presencia de la policía o de los miembros del ejército.
Lo cierto es que para un occidental resulta algo complicado entender el modelo político y económico que rige en Vietnam. Oficialmente, se trata de un Estado comunista, pero como nos irá desvelando Yen durante sus animadas explicaciones, sus ciudadanos, a excepción de los funcionarios, carecen de los derechos a pensión o a la asistencia sanitaria o educación gratuitas; la gente compra y vende y monta sus negocios con total libertad; el Estado no facilita vivienda y en las grandes ciudades se cotiza a precios disparatados.Por fín, Yen decide llevarnos al Nikko Hanoi Hotel, dándonos apenas un par de horas para comer y recuperar fuerzas, tras cuarenta horas ininterrumpidas sin sentir bajo nuestras espaldas la reparadora caricia de un colchón.
El almuerzo lo realizamos en un bonito restaurante cuyo nombre mi memoria ha condenado al olvido. Recuerdo que está en una primera planta, que nos atienden varias jóvenes ataviadas con el Ao Dais, el traje tradicional vietnamita compuesto de dos prendas: pantalón y largo vestido abierto desde la cintura por ambos costados. Nos sirven una excelente comida que apenas podemos saborear por el escaso tiempo disponible. Comienzan nuestras primeras dificultades en el uso de los palillos y las dudas sobre cómo debe tomarse la sopa. ¿Será acaso con una cuchara de porcelana de exigüo mango, que descansa sobre un pequeño cuenco de idéntico material?
Se acerca el que parece ser el responsable del restaurante y nos dirige unas amables palabras en inglés. Ana le responde con un precipitado “no” en el entendimiento de que nos está ofreciendo algo más; el caballero se marcha con cajas destempladas; nos preguntamos con sorpresa el por qué de esa rápida retirada y llegamos a la conclusión de que el buen hombre quería saber si habíamos quedado satisfechos con las viandas servidas, sintiéndose violentamente interrumpido por nuestra rotunda negativa.
La tarde comienza con la visita al Templo Van Mieu o Templo de la Literatura, a cuya entrada nos aguardan las pesadas tortugas de piedra cuyas cabezas no duda en acariciar Marisa tratando de beneficiarse de la buena suerte que le anuncia nuestra guía que le deparará este gesto.Este templo fue fundado en el año 1070 por el Rey Ly Thai para formar a los futuros mandarines en la doctrina de Confucio.Todo resulta sorprendente en este edificio: la sesión fotográfica que están realizando dos bellas muchachas en sus jardines; una pareja de recién casados ataviados al modo tradicional y, por supuesto, el preciosísimo templete que acoge la estatua de Confucio, sentado sobre un trono en posición solemne, con la espalda ostentósamente erguida.Y después visita a uno de los mercados callejeros de la ciudad: bullicio, color, olores. Un auténtico estímulo para los sentidos.Empieza a anochecer y nos dirigimos a un teatro para asistir a una representación de marionetas en el agua. Allí conoceremos a los que serán nuestros compañeros de viaje: Jesús y Ana, de Barcelona, y David y Ana, de Madrid.
Fantástico, el teatro de las marionetas. El escenario está decorado con un edificio rojo a modo de pagoda, delante del cual se ubica una piscina sobre la que se desenvuelven grácilmente las marionetas. A la izquierda un grupo de músicos y cantantes nos relatan la historia. Detrás del decorado, ocultos a los ojos del espectador, un buen número de profesionales dan vida a las criaturas que protagonizan el espectáculo.
Fuegos artificiales, hermosas marionetas de madera, juegos de luces, color, movimiento… Todo un lujo visual. Me pregunto el por qué de una tradición artística que mueve a sus personajes en el agua. Con el transcurso de los días llegaré a descubrirlo.
En Vietnam todo gira en torno al líquido elemento. Bordeado de norte a sur por el Pacífico, recorriendo sus fértiles tierras los Ríos Rojos y Mekong, el monzón con sus lluvias torrenciales, el manglar… Lo extraño hubiera sido que su tradición cultural se hubiera levantado a espaldas de tal realidad.
Y llega la hora de acostarse y recuperar fuerzas para el nuevo día que se aventura tan intenso como el vivido hoy. Pero antes, un último paseo por las tranquilas y oscuras noches de Hanoi, bordeando el lago Thien Quang, próximo a nuestro hotel.
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