martes, 27 de octubre de 2009

Vietnam. Días 24 a 26 de agosto: Nos instalamos en Danang y visitamos Hoy An

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Emprendemos viaje nuevamente. Hoy apenas recorremos cien kilómetros, los que separan Hue de Danang, tercera ciudad en importancia del país -tiene casi un millón de habitantes- y capital del antiguo Reino de Shampa o Champa. La belleza de sus playas la ha convertido en punto de visita obligado para aquellos que quieren pasar unos días de descanso y sol.A causa de su estratégica posición geográfica también le corresponde el triste privilegio de haber sido puerta de acceso de numerosos ejércitos extranjeros. Allí desembarcaron tropas francesas y españolas en 1858; tras tomar la ciudad, la rebautizaron con el nombre de Tourane.
En 1965 lo hizo el primer contingente de marines americanos que pisó suelo vietnamita.
El Reino de Shampa, habitado por la etnia Shamp, se extendió desde el centro al sur de Vietnam. Fueron los franceses los primeros en interesarse por la cultura Shampa, de origen hindú, y los que levantaron El Museo Cham, primera visita que hacemos al llegar a Danang. Sus instalaciones acogen una importantísima colección de esculturas procedentes de las diferentes excavaciones arqueológicas realizadas por los galos.Del Museo nos dirigimos a las Montañas de Mármol, uno de los lugares más hermosos que he visitado nunca. Canteras de las que hasta hace poco tiempo se extraía este noble material de piedra, en la actualidad son un importante atractivo turístico.
Son cinco las montañas que conforman este espacio y dan nombre a cada uno de los cinco elementos: Montaña del Agua, Montaña del Fuego, Montaña de la Tierra, Montaña del Metal y Montaña de la Madera. De antigua cantera ha pasado a ser un importante foco de atracción para el turismo. Nosotros visitamos la Montaña del Agua (Thuy Son).
La ascensión está constituida por una sucesión de tramos de escaleras y de estrechos caminos tras los que nos vamos encontrando nuevas sorpresas. A la entrada, en plena naturaleza, a la intemperie, nos aguarda un imponente buda sedente, cincelado en mármol blanco; algo más adelante un templo. Una anciana, mostrando una amplia sonrisa, vende varillas de incienso para hacer ofrendas. Tras adquirir un paquete, le pido autorización para tomarle una fotografía. La sonrisa aún se agigante más. Un disparo, dos disparos, tres... y continuamos nuestro camino. Unos metros después vuelvo la vista atrás y veo que la sonrisa de la anciana ha desaparecido y con tono enojado le dirige unas airadas palabras a una joven, probablemente su nieta. Pienso que los vietnamitas son sabedores de que esa permanente sonrisa que nos regalan a los occidentales resulta un eficacísimo método para asegurarse unas cuantas monedas.
Conforme avanzamos vamos descubriendo increíbles altares, con imponentes figuras de Buda, talladas en las grutas de la montaña. Marisa va deteniéndose en todos ellos para depositar sus ofrendas de incienso. Una de esas figuras tiene casi diez metros de altura.Llegamos a un pasillo de piedra. Al final del mismo se adivina una enorme cueva iluminada con una fantasmagórica luz. Descendemos las escaleras que dan acceso a la gruta. A ambos lados de aquellas, majestuosas figuras policromadas, sentadas sobre tronos. En frente, el cincel del artista ha trabajado la pared conformando un imponente altar presidido por Buda. A la derecha, otro altar sobre el que se proyecta un poderoso haz de luz que se cuela por un agujero natural que se abre en el techo de la cueva. Es la única iluminación que hay en la estancia. Es como si hubiéramos penetrado en alguno de esos fantásticos lugares que Spielberg nos muestra en sus películas de Indiana Jones.Después, nos explica Elías que aún cuando esa visita tendríamos que haberla realizado a primera hora del día siguiente, ha preferido alterar el programa para que accediendo al recinto al mediodía pudiésemos gozar de él en todo su esplendor. Ciertamente, todo un detalle.
Es hora de comer. El guía nos lleva al Hotel Furama Resort, que será nuestro cuartel general durante los próximos días.
Impresionante acogida la que creemos nos dedica el personal del hotel. Nos encontramos con una alfombra roja extendida a la entrada, un pasillo formado por un buen número de muchachas vietnamitas vestidas al modo tradicional del país y un gran despliegue de reporteros, fotógrafos y cámaras de video.
Lamentablemente, no tardamos en descubrir que no somos nosotros los destinatarios de tantas atenciones; se las prodigan al Presidente de la República, que asiste a un Congreso que se está desarrollando en esas instalaciones.
No obstante, superamos el dramático desengaño al contemplar la hermosa piscina que tenemos a nuestra disposición y a cuyos pies se extienden las arenas de una paradisíaca playa reservada para nuestro goce exclusivo o más bien para el goce de José Mari, Ana y Marisa, que serán los que disfruten de unas plácidas siestas recostados en unas acogedoras hamacas de madera, provistas de un mullido colchón y protegidas de los rayos solares por amplias sombrillas.
Al anochecer decidimos salir a cenar. Preguntamos en recepción y nos recomiendan un restaurante. Un empleado del hotel se ocupa de llamar a un taxi y de darle al chófer la dirección a donde debe llevarnos. Nos deja en una amplia avenida cuyo nombre he olvidado, al igual que el del restaurante donde volveremos después repetidas veces por mor de lo satisfechos que quedamos en nuestra primera visita.
Se trata de un establecimiento amplio, colindante con otros destinados a la misma actividad; especializado en pescado, tiene unas peceras a la izquierda del pasillo de entrada en las que se exponen las diferentes especies de marisco que puede saborear el cliente. Al fondo, las mesas dan a la playa.
Lo cierto es que las veces que acudimos a este lugar somos objeto de todo tipo de atenciones. La primera noche, viendo el maitre que no somos capaces de descifrar el contenido de la carta nos propone elegir las viandas por nosotros. Y hay que reconocer que lo hace muy bien. Nos sirve rollitos vietnamitas, almejas de considerable tamaño, algo parecido a un buey de mar, calamares, langostinos y carne de cerdo.
Con la bebida también tenemos dificultades para hacernos entender. Es costumbre de los naturales del país enfriar la cerveza con cubitos de hielo; nos cuesta hacerles desistir de su propósito de depositar los trozos de hielo en nuestros vasos. Tras muchos esfuerzos conseguimos que comprendan que ese hielo lo queremos en cubiteras, lo que nos permite disfrutar de unas estupendas cervezas del país convenientemente refrigeradas.
Como anécdota curiosa señalar que al día siguiente acudimos al mismo lugar. José Marí y Ana nos han adelantado su intención de hacerse cargo de la minuta porque quieren celebrar con nosotros sus bodas de plata. Pedimos langosta y almejas. Tomando la carta, voy a la página donde aparecen los rollitos y le pido -con mi incomprensible inglés- que nos sirva los de la noche anterior. Con ostentosos movimientos afirmativos de cabeza deja constancia expresa de que me ha comprendido.
Disfrutamos de las almejas, continuamos con la langosta y seguidamente nos sirven los rollitos; todo perfecto. Cuando nos sirve el cerdo, los cuatro nos miramos confundidos. Pero la confusión se convertirán en desconcierto cuando seguidamente van poniendo sobre la mesa otros platos con bueyes de mar, langostinos y calamares. En definitiva, todo lo que tomamos la noche anterior.
Lo absurdo de la situación nos hace estallar en una carcajada colectiva, concluida la cual nos aplicamos, con renovada energía, al trabajo que tenemos sobre la mesa.
Dicen que en Vietnam abundan las ratas. Supongo que como en todos los lugares en los que el hombre se ha instalado. No obstante, he de significar que durante esta pantagruélica cena “disfrutamos” de la compañía de un roedor de considerable tamaño que merodea por el entorno en busca de restos alimenticios. En un principio, recelando de nosotros, se mantiene a una distancia prudencial de unos siete u ocho metros, distancia que se irá acortando conforme va sintiéndose más seguro. He de reconocer que me amarga un tanto la cena.
A la mañana siguiente madrugo bastante. Quiero bajar a la playa y ver si todavía puedo fotografiar el amanecer. No me he levantado lo suficientemente pronto. El sol ya ha rebasado el horizonte y sobre la arena un grupo de hombres hace ejercicios de karate. Camino un rato hasta la hora de desayunar.A las ocho partimos hacia Hoy An, pequeña ciudad declarada Patrimonio de la Humanidad y destino obligado de todo turista que se precie. Durante los siglos XV y XVI fue importante centro comercial y hasta allí llegaron, además de los chinos, indios, japoneses y holandeses.
Sus casas son coloridas y las calles tranquilas, con escasa circulación. Especialmente atractivo resulta el llamado “puente japones”, pintado de un intenso color rosa, que da acceso a lo que se conoce como el barrio nipón. La ciudad también tiene su Barrio Chino.
La Vieja Casa Mercante Phung Hung es visitada por todo extranjero que llega a la ciudad. Con más de doscientos veinte años de antigüedad, su estructura de madera combina estilos arquitectónicos de Japón y de China.
Todavía ocupada por sus propietarios, estos permanecen totalmente ajenos a la curiosidad de los visitantes, a los que ignoran por completo. Únicamente les dedican unos minutos de atención cuando llega el momento de ofrecerles los productos de artesanía que venden.
Varias muchachas se desenvuelven por las diferentes estancias de la casa. Les llama la atención, al igual que a los vietnamitas en general, mi trípode y el monopie que porta José Mari. Esos aditamentos sobre los que descansan las cámaras tal vez les haga pensar que sus propietarios son auténticos profesionales de la fotografía.
Una de las jóvenes, de pelo liso y negro como el azabache, cortado a la altura de los hombros y vestida al modo oriental, no deja de observar e incluso tocar mi equipo. Le propongo hacerle unas instantáneas y accede encantada, posando para mí. Le saco varios primeros planos. En un papel anota su dirección y me la entrega con la intención de que le haga llegar una de esas fotos en papel. Todavía no he dispuesto de algo de tiempo para llevar a revelar esas tomas, pero confío en hacerlo. Seguro que le encantará verse.Paseamos por las calles de la ciudad. Bajo un puente, un anciano, acomodado en su barca, se protege del sofocante calor. Cuando nos ve, rema pausadamente, como si le costase un sobrehumano esfuerzo impulsar la nave con la pértiga, hacía nosotros buscando unas monedas. Viste unas humildes prendas de algodón rosa y nos mira con ojos serenos y melancólicos.Es mediodía. A pesar de que las hemos visto en multitud de lugares, no dejan de llamarnos la atención la hermosas vestimentas que llevan las adolescentes vietnamitas.Concluida la jornada escolar, se dirigen a sus casas dando un paseo o subidas en sus bicicletas. Para simbolizar la pureza, que es atributo propio de los niños, lucen Ao Dais totalmente blancos complementados con gorritos de vivos colores.Siguiente

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