
Hoy concluye nuestra estancia en Danang, ciudad que las autoridades del país aspiran a convertir en un enclave turístico de ocio, playas y sol. Construir un aeropuerto con capacidad suficiente para acoger un número considerable de visitantes es uno de los primeros retos que tienen que acometer, ya que el actual es pequeño y provinciano, incapaz de absorber un tráfico superior a los dos millones de personas anuales.
Tomamos un avión de la eficaz compañía aérea Tahilandesa Tahi Airways y en algo menos de una hora aterrizamos en Tan Son Nhat, el aeropuerto de la ciudad de Ho Chi Minh, la mítica Saigón, capital primero de la Conchinchina francesa y después del desparecido Estado de Vietnam del Sur.
Cuarenta años de comunismo no han sido capaces de borrar el carácter de esta ciudad de nueve millones de habitantes. Saigón fue el centro neurálgico de un país hipercapitalista en el que todo era objeto de tráfico económico, incluido el sexo y la droga, que campaban a sus anchas por todos los rincones de la ciudad. Los franceses primero y después los americanos, apoyándose en Gobiernos locales corrompidos, supieron hacer el trabajo a la perfección.
En frente, un Vietnam del Norte austero, extremadamente ideologizado y con una población eminentemente campesina, aferrada a las tradiciones y radicalmente enfrentada a la invasión extranjera.
A pesar de que este último modelo fue el que triunfó y se instaló en el país reunificado, Saigón nunca renunció a seguir siendo la gran ciudad vitalista y bulliciosa que siempre fue.
Así, descubrimos una ciudad que desborda vida por todos sus poros. Rascacielos, carteles de neón, grandes superficies comerciales, escaparates con las marcas de relojes o perfumes más exclusivas, coches y, sobre todo, muchas motos, millares de motocicletas atravesando incesantemente, día y noche, las largas avenidas de la ciudad.


Llegamos al hotel: el Caravelle. Un hotel impresionante, situado en la zona monumental de la ciudad. En un área de un par de kilómetros cuadrados se levantan el Ayuntamiento, el Teatro de la Ópera, la Oficina de Correos, la Catedral de Notre Dame y el emblemático Hotel Continental, situado justo enfrente del nuestro.
Pero vayamos por partes. El Hotel Caravelle es el más lujoso de la ciudad. Se alza sobre un imponente rascacielos de cuidada arquitectura. Acabada la guerra del Vietnam fue clausurado, permaneciendo cerrado hasta que las autoridades del país decidieron, décadas después, restaurarlo para ponerlo a disposición del nuevo mercado turístico al que querían abrirse.
En la planta calle, además de la recepción, se encuentran delegaciones de Rolex y de otras marcas de relojes de primer nivel. La puerta de acceso es atendida por dos jóvenes vestidas al modo tradicional que, también al modo tradicional, saludan amablemente a los clientes que llegan o se van.
Nuestra habitación se encuentra en la planta veintiuno. La pared que da a la calle es una amplia cristalera que nos muestra una impresionante imagen de la ciudad. Frente a nosotros, bajo nuestros pies, las inmensas avenidas, Notre Dame, el Palacio de la Opera y el Continental, de nuevo el Continental.

Viendo el Saigón actual, el Vietnam actual, llego a la conclusión de que en realidad ganaron la guerra los que la perdieron. Nada queda, salvo en la iconografía callejera, del legado de Ho Chi Minh; acaso el Partido Comunista y la burocracia que de él se nutre. Ningún servicio esencial, ningún derecho social es dispensado por el Estado: vivienda, sanidad, educación, pensiones... todo es responsabilidad de cada cual. Y la gente parece haberse adaptado perfectamente a ese modelo que les obliga a luchar por la supervivencia al modo capitalista más descarnado.

Y en nuestro hotel se encuentra el “Café Saigón”, otro lugar paradigmático de las décadas de los sesenta y de los setenta del siglo pasado. Concluido el artículo o emitido el reportaje, los periodistas del Continental acababan la jornada en el “Café Saigón”. Noches de calor, sudor y sexo con adolescentes obnubiladas por el brillo de los dólares que todo podían comprarlo.
Tenemos ocasión de asomarnos al mítico café, rebosante de humo de tabaco y de gente. El único lugar bullicioso que hemos visto en Vietnam. En el escenario, dos muchachas, con faldas minúsculas, acompañadas por los sones de la orquesta, cantan y bailan salsa. Me pregunto si la escena será muy diferente de la que pudo darse cuarenta años atrás y concluyo que los horadados cimientos del comunismo vigente en el país no tardarán más de una década en desplomarse. Pero, en fin, no deja de ser una conjetura.
Enclavado en una amplia plaza, se levanta el Ayuntamiento de la ciudad o Sede del Comité Popular, un hermoso edificio de estilo colonial francés construido en la primera década del siglo XX para uso hotelero.

Con una fachada de ladrillo visto de color rojizo que se trajo desde Marsella, la Basílica católica de Nuestra Señora de la Inmaculada Concepción o “Notre Dame” fue construida por los franceses a mediados del siglo XIX, con el propósito, aparte del religioso, de dejar constancia ante sus súbditos de la “grandeur” de la metrópoli; destacan las dos torres, de 58 metros cada una, que se alzan a ambos lados de la fachada principal.




Y hablando de dólares, en Vietnam conviven esta moneda junto el euro y, por supuesto, la nacional, el dong. Los comercios no rechazan ninguna de estas divisas. No obstante, lo más aconsejable es pagar con dongs o, en su defecto, con dólares. A los euros le atribuyen un valor similar al de la moneda americana, por lo que pagar con aquellos supone adquirir los productos a un mayor precio.
Al vietnamita le gusta regatear, pero sabe hacerlo de una manera suave, pausada, sin agresividad, siempre con la sonrisa en la boca. Negociar con ellos no resulta violento en absoluto y siempre se termina llegando a un acuerdo. Cuando quieren llamar tu atención te regalan un piropo. “Guapo” o “guapa” es el más habitual. “Guapo, camisas bonitas”, te dicen. Y ¿hay alguien que pueda resistirse a un halago?.
Es importante la colonia china instalada en la ciudad y especialmente atractivo el mercado chino de Binh Tay, donde las mercancías se acumulan en cantidades ingentes para ser vendidas a pequeños comerciantes, que las revenderán después en sus pequeños comercios. Nos habla Yung de un modelo de negocio que, a oídos de un occidental, puede resultar cuanto menos sorprendente. Para favorecer el desarrollo del comercio y, en consecuencia, su propia actividad, los mayoristas instalados en este mercado dejan a los minoristas la mercancía en depósito. La pagarán cuando vayan a reponer género, una vez vendido el suministro anterior.



El Museo de la Guerra de Saigón no pretende vender ideología, no aspira a adoctrinar a nadie. Sin pretensiones de ningún tipo, es precisamente su sobriedad lo que le hace grande. Salas vacías, sobre cuyas paredes se despliegan multitud de fotografías que recogen el drama humano de esa guerra, de todas las guerras. Los rostros que nos muestran reflejan el miedo, el dolor, la angustia del ser humano, da igual que sea vietnamita o americano, blanco o negro, mujer u hombre.
Electrizado por el horror de las imágenes que veo no puedo evitar enfocar con mi cámara alguna de ellas y guardarla para que me sirva de perpetuo recuerdo de los horrores de la guerra.
Me llama especialmente la atención la imagen de dos mujeres y tres niños sumergidas en las aguas de un embravecido río.
No quisiera equivocarme, pero creo recordar que, según el relato de Yung, los hechos acontecieron más o menos como voy a relatarlos a continuación.
Un grupo de soldados americanos llega a una aldea siguiendo la pista de unos "charlies", nombre con el que los yankies denominaban a los miembros de la guerrilla del Vietcong. Preguntan a unas mujeres y estas les informan de que han huído atravesando el río.
Temerosos de que puedan estar engañándoles y de que puedan ser víctimas de una emboscada, obligan a las dos féminas y a sus hijos a tirarse al agua y atravesar el río para después, sobre seguro, hacerlo ellos.
El fotografo fue testigo presencial del drama y, gracias a su cámara, el planeta entero.


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