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Definitivamente, Vietnam es el país del agua. Centenares de ríos se desparraman por una superficie equivalente a la mitad de la que tiene la Península Ibérica.
Viendo el caudal de los ríos Perfume, Rojo o Mekong, el Ebro se me antoja un arroyo y llego a intuir su capacidad destructiva cuando, en época de monzón, se desbordan incapaces de contener tanto caudal, arrasando cuanto se cruza en su camino.



Ya en tierra, visitamos el mercado Dong Ba. Como en todos ellos, vida y color. Las mujeres, de todas las edades, en su posición natural en esta parte del mundo –en cuclillas- ofrecen toda clase de productos: legumbres, especias, pescados todavía vivos coleteando desesperadamente ante la indeseada visita de la muerte, carne, calzado, ratas despellejadas, sombreros, trozos de pitón ya limpios, incienso, frutas y verduras que al amanecer han recogido en su huerto... Otras mujeres, con la ayuda de los palillos, comen un bol de arroz para reponer fuerzas.

Según nos relatan, en Vietnam las razas pequeñas se utilizan como animales de compañía y las grandes y agresivas para proteger las propiedades. El resto terminará en el puchero.
Ahora bien, no todo el mundo come esta carne, la más cara después de la de pitón. Se cuenta que fueron los chinos los que hace cientos de años introdujeron esta costumbre gastronómica. Ocurrió que en un periodo de hambruna se alimentaron de todo cuanto se movía, incluido el perro. Aún hoy se dice, en tono jocoso, que los naturales del país comen todo lo que se mueve sobre la tierra, excepto los tanques, y todo cuanto surca el cielo, salvo los aviones.
La hambruna se superó pero quedó instalado en el paladar ese sabor a carne fuerte, distinto al de cualquier otra proteína animal, y el cánido se convirtió en un manjar de lujo, reservado en exclusiva a los hombres, que lo consideran un vigorizante sexual.
Sólo se toma durante una quincena del mes -no recuerdo si la primera o la segunda- ya que hacerlo fuera de este periodo trae mala suerte. Se toma cortado en finas lonchas y las mujeres, burlándose de sus maridos, les recomiendan que se sienten en taburetes bajos para que no se hagan daño si se caen a causa del exceso de alcohol que consumen en estas excepcionales ocasiones.
Ocasionalmente, puede verse un can en el exterior de una vivienda, llevando una vida aparentemente apacible; siempre que se presenta esa escena ante mis ojos pienso inevitablemente en el triste destino que le aguarda.
Retomando la visita a Dong Ba, a pesar de los centenares de personas que negocian, regatean o simplemente curiosean las mercancías expuestas en los frágiles tenderetes, el vocerío es absolutamente soportable. La gente en Vietnam habla de manera pausada y suave. Cuando dialoga y cuando comercia; en las cafeterías y en la calle; nadie grita, nadie se enfada.




El corazón se me encoge. Respeto, incluso admiro, a aquellos hombres o mujeres que deciden abandonarlo todo por mor a la vida contemplativa, pero me sobrecoge e irrita que los adultos decidan el futuro de unos niños que incluso desconocen el alcance del término “vocación”.
Todos esos muchachos de ojos vivarachos consiguen que el lugar rebose de vida. Su acelerado ir y venir de una a otra dependencia contrasta con el andar pausado y reflexivo de sus venerables mayores.

Los monjes visten de naranja y amarillo. Llegan al comedor y toman asiento junto a las mesas que previamente han preparado los niños. Estos permanecen de pie tras ellos. Todos entonan sus oraciones, ajenos a la mirada sorprendida por lo novedosa de los turistas que, como hipnotizados, tratamos de desvelar todos los secretos que se esconden tras el ritual.No quiero continuar mi relato sin dejar constancia de la singular relación que existe entre este templo y las atroces imágines que, desde la infancia, guardo en el recuerdo: las emitidas por los telediarios de entonces con monjes que, autoinmolándose, ardían como teas humanas.
En 1963 era Presidente de Vietnam del Sur Ngo Dinh Diem, perteneciente a la minoría católica. Su política favorable a esta religión y la discriminación a la que sometió al budismo, profesado por más del setenta por ciento de la población, provocó la airada reacción de los monjes budistas o bonzos.
Uno de estos bonzos, Thich Quang Duc, llegó a la ciudad de Saigón el 11 de junio de 1963 montado en un coche de la marca Austin. Tras él desfilaban 350 monjes y una multitud de creyentes. Al llegar al lugar en que se cruzan las calles Phan Dinh Phung y Le Van Duyet, Thich Quang Duc descendió del vehículo.
Un monje colocó una almohada en el suelo; otro, abrió el maletero y extrajo un bidón de gasolina. Nuestro protagonista se sentó en la posición del loto; el que llevaba la gasolina la vertió sobre él. Una cerilla convirtió a Quang Duc en una antorcha. Permaneció inmovil durante casi diez minutos hasta que se desplomó en el suelo, totalmente carbonizado. Era su modo de protestar contra Ngo Dinh Diem y su política.
Este tipo de sacrificio llevaba siglos instalado en el proceder de los monjes budistas vietnamitas y otros, después de la inmolación de Thich Quang Duc, volvieron a repetirlo, dando origen a la conocida frase de “quemarse a lo bonzo”
En cualquier caso, el hecho ocasionó un tremendo impacto internacional. Algunos meses después el Ejército dio un golpe de Estado y depuso al Presidente, que más tarde sería asesinado.
Pues bien, el emblemático Austín que utilizó el lider religioso para desplazarse hasta Saigón se encuentra en la Pagoda de Thien Mu y Elías, incomprensiblemente, guardó silencio sobre este hecho.
Tras un breve descanso para el almuerzo, por la tarde visitamos otro de los espacios que la UNESCO ha declarado patrimonio de la humanidad. En 1804, dos años después de que Hue se convirtiera en la capital del país, privilegio que ostentó hasta 1945, el Emperador Gia Long ordenó que se edificara una ciudadela fortificada, semejante, aunque mucho más humilde en sus dimensiones, a la que existe en China.













Antes de concluir la jornada salimos de la ciudad no más de quince kilómetros para visitar la tumba del Emperador Tu Duc.


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