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Son las ocho de la mañana, tomamos el microbús para dirigirnos hacia Hua Lu, la antigüa capital del Vietnam.
El calor y la humedad son asfixiantes desde las primeras horas del día. Afortunadamente, las condiciones en que ha organizado el viaje la agencia son inmejorables. Disfrutamos de un microbús de veinte plazas para ocho pasajeros, lo que nos permite dispersarnos en su interior y acomodarnos plácidamente; el aire acondicionado nos aisla de la atmósfera exterior y una nevera con hielo, repleta de botellines de agua y de toallitas húmedas, nos aliviarán cuando regresemos de las sofocantes excursiones a pie.
Yen nos comenta que el agua embotellada resulta un lujo prácticamente inalcanzable para la mayoría de la población, que se ve obligada a hervir el agua destinada al consumo humano, ya que el país carece de un sistema de potabilización.
Aunque las grandes ciudades, especialmente Hanoi y Ho Chi Min, son modernas y activas, dotadas de grandes rascacielos, de gente elegantemente vestida, de restaurantes y cafeterías semejantes a los de cualquier país occidental, todavía hay asignaturas pendientes que las autoridades deben superar, especialmente esa injustificable carencia de una red pública de agua potable; o ese peligrosísimo sistema de conexión a los tendidos eléctricos o telefónicos que practican los vietnamitas y que satura los espacios aéreos de las calles de miles y miles de cables. Nos dirá Yen que cuando una conexión falla se tiende un nuevo cable y se olvidan del anterior, resultando imposible identificar, entre tanto caos, la parte del tendido que está operativa.
También resulta curioso observar a las mujeres en cuclillas, fregando platos y vasos en las aceras con la ayuda de una manguera.
Y es que Vietnam, con sus más de ochenta y seis millones de habitantes, cifra que se incrementa anualmente en un millón, es un país eminentemente rural, ya que más del setenta por ciento de la población es campesina. El conjunto de su población ocupa un territorio de algo más de trescientos mil kilómetros cuadrados, buena parte de los cuales todavía son vírgenes.

En Vietnam hay una carretera, la 1A ó Quoc Io 1A que, con sus más de dos mil trescientos kilómetros, atraviesa el país de norte a sur. Todos, salvo bicicletas y motos, han de pagar para poder transitar por ella. Buena parte de su trazado es autovía, pero hay tramos de doble dirección en los que uno tiene que agarrarse con fuerza al asiento para no tirarse del autobús en marcha ante el pavor que produce ver como se adelantan los vehículos o como rebasan los de gran cilindrada a las motocicletas.
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El hombre tiene la mirada serena y soporta apaciblemente la sesión fotográfica a la que le someto. Cuando voy a marcharme me dirige unas palabras que deduzco reclaman una pequeña compensación económica por el posado. Debe ser acertada mi deducción ya que acepta agradecido el billete que deposito en su mano.
Para acceder al Le Dai Hanh Dynastic hay que ascender los 207 escalones que separan el valle de la cima del monte -creo que es el Yen Ngua- sobre la que se alza esta construcción. Durante la travesía nos encontramos con pagodas budistas, pequeños templetes en los que los visitantes hacen ofrendas de incienso, altares instalados en el interior de grutas naturales o tumbas de antiguos lamas budistas fallecidos en tiempos lejanos. Desde lo alto se divisa un paisaje espectacular.

Se trata de tres grutas que oradan y atraviesan unas poderosas moles de piedra que se alzan majestuosas sobre las plácidas y perladas aguas.

Las remeras son delgadas y de mirada dulce; visten camisa y pantalón. Yen nos explicará más tarde que se trata de campesinas a las que el Estado concede autorización para que desarrollen esa actividad una o dos veces al mes. Son tantas las candidatas, que hay que repartirse el trabajo.
No tienen fijada ninguna tarifa por realizar esa pesada tarea. Sus ingresos provienen del beneficio que puedan obtener de la venta de algunos de los bordados que ofrecen a sus pasajeros mediado el viaje –suponiendo que les compren algo- y de lo que tengan a bien darles, concluido el trayecto.
Transportan a dos personas durante cada travesía, que suele durar un par de horas, aunque el tiempo será mayor o menor en función del ritmo que le impriman a la remada. A mayor esfuerzo, más viajes y más ingresos.
El trabajo es agotador, aunque la sonrisa no les abandona nunca. Cuando son dos las mujeres que comparten embarcación se relevan en la tarea. Reman a ratos con las manos y a ratos con los pies. Si es una única mujer la responsable de la barca, se dedicará a esa fatigosa tarea durante más de diez horas.
Los ingresos que obtienen de este modo los destinan a pagar el colegio o la ropa de sus hijos, previa deducción de la tasa que por el ejercicio de esa actividad han de satisfacer al Estado.
La travesía resulta una experiencia única, avanzando lentamente por unas serenas aguas bordeadas por campos de arroz y enormes moles de piedra. A nuestro paso divisamos acá una vaca pastando plácidamente y allá una lápida que le recuerda al viajero que allí reposan los restos de un ser humano.

Las sufridas pilotos tratan de establecer comunicación con Marisa y conmigo; nos dicen sus nombres y nos preguntan los nuestros; quieren saber si tenemos hijos para mostrarnos a continuación una fotografías de los suyos, probablemente con la intención de conmover nuestros corazones y bolsillos.
Atravesamos la primera gruta, cuyo techo apenas se alza un par de metros sobre nuestras cabezas. En los costados de la cueva, mujeres a bordo de barquichuelos semejantes al nuestro nos ofrecen sus productos: agua, refrescos, bordados, abanicos, gorros…

Nos ofrece unos refrescos; los rechazamos amablemente. Insiste, haciéndonos ver que nuestras remeras están cansadas y sedientas.
Es cierto; disfrutamos tanto de nuestro viaje, gozamos tanto de la contemplación del paisaje, que no reparamos que esos momentos de gozo nos los está proporcionando el esfuerzo de esas sufridas mujeres. Aceptamos gustosos el toque de atención y adquirimos dos refrescos que las mujeres toman con fruición, sin dejar de hacer exclamaciones de agradecimiento.
No hay duda de que lo mejor de la condición humana está presente en el corazón de las personas más sencillas.

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